Para una bibliografía (mínima) de la Revolución Rusa de 1905.

Motivado por la invitación a presentar un breve contexto de «El acorazado Potemkin» (1925), a presentarse hoy, 22 de mayo de 2025, en el «Cine Club Cable», de la Universidad Nacional de Colombia (sede Manizales), he preparado una «bibliografía mínima» (muy mínima) para acercarse al telón de fondo de este clásico del cine universal: la Revolución Rusa de 1905. Se enfatizará, naturalmente, en la sublevación de los marineros del acorazado Príncipe Potemkin, insigne levantamiento que, dado a mitades del mes de junio de 1905, se consagró para siempre —en palabras de Lenin— como un «territorio invicto de la Revolución».

Libros:
1905 y sus condiciones:

— «1905», por León Trotsky.
— «La Revolución rusa de 1905», por Pável Gorin.
— «Los soviets», por Andreu Nin.
— «Los soviets en Rusia. 1905-1921», por Oscar Anweiler.
— «Huelga de masas, partido y sindicato», por Rosa Luxemburgo.
— «Los Bolcheviques», por Jean-Jacques Marie y Georges Haupt.
— «Resultados y perspectivas. Tres concepciones de la revolución rusa», por León Trotsky.

Sobre la continuidad de 1905 y las revoluciones de 1917 (febrero y octubre):

— «La revolución rusa de febrero de 1917. Recuerods y documentos», por V.I. Lenin, Kuchkin, et al.
— «Diez días que estremecieron al mundo», por John Reed.
— «Historia de la revolución rusa», por León Trotsky.
— «Un principio esperanza. La revolución rusa», por Ricardo Sánchez Ángel.
— «La revolución rusa», por Rosa Luxemburgo.
— «El año I de la Revolución rusa», por Víctor Serge.

Artículos:

Lenin y el levantamiento revolucionario de los marineros del Potemkin
«Sobre la revolución rusa de 1905», por V.I. Lenin.
«La revolución rusa. Una interpretación crítica y libertaria», por Agustín Guillamón.
«Los orígenes de la revuelta del Potemkin» (1905), por Christian Rakovski
«Los bolcheviques y la primera revolución rusa», por la revista La Forja.
«La revolución en imágenes: «El acorazado Potemkin»», por Juan Antonio P. Millán (ver drive).

Cine:

«La huelga» (1924), por Eisenstein.
«Octubre» (1927-1928), por Eisenstein.
«La Madre» (1926), por Pudovkin.
«El violinista en el tejado» (1971), por Norman Jewison.

Documentales:

«Ellos se atrevieron» (2007).
«Pan, paz y tierra» (2017)
«1905», programa de Escuela de Cuadros, presentado por Paco Ignacio Taibo II

Todos los materiales, exceptuando las películas y el libro «Un principio esperanza. La revolución rusa», pueden descargarse en el siguiente enlace:

Libros y artículos sobre 1905 – 1917

Próximamente, a mediados del mes de junio, publicaré un artículo (de mi autoría) sobre la Revolución rusa de 1905 y su influencia en el proceso revolucionario de 1917 y, por extensión, a la Revolución Mundial.

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Lenin y el levantamiento revolucionario de los marineros del Potemkin


«EJERCITO REVOLUCIONARIO Y GOBIERNO REVOLUCIONARIO»1

Por Vladimir Ilich Uliánov, «Lenin».

El levantamiento de Odesa y el paso del acorazado Potemkin al lado de la revolución han implicado un nuevo e importante paso en el desarrollo del movimiento revolucionario contra la autocracia. Los acontecimientos han venido a confirmar con asombrosa rapidez cuán oportunos fueron los llamamientos a la insurrección y a la formación de un gobierno provisional revolucionario que los representantes conscientes del proletariado, reunidos en el III Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, dirigieron al pueblo. La nueva llamarada de la revolución proyecta su luz sobre la importancia práctica de estos llamamientos y nos obliga a definir con más exactitud las tareas de los combatientes revolucionarios en los momentos que Rusia atraviesa.

Bajo el impacto del curso espontáneo de los acontecimientos, sazona y se organiza a nuestra vista la insurrección armada de todo el pueblo. No ha transcurrido aún tanto tiempo desde que la única manifestación de la lucha del pueblo contra la autocracia eran las revueltas, es decir, los disturbios inconscientes y desorganizados, espontáneos y a veces salvajes. Pero el movimiento obrero, que es el movimiento de la clase más avanzada, el proletariado, no ha tardado en salirse de esa fase inicial. La propaganda y la agitación conscientes de la socialdemocracia han surtido efecto. Las revueltas han dado paso a las huelgas organizadas y a las manifestaciones políticas contra la autocracia. Las feroces represalias militares venían «educando» varios años al proletariado y a la plebe de las ciudades, preparándolos para las formas superiores de la lucha revolucionaria. La criminal y vergonzosa guerra en que la autocracia metió al pueblo, ha consumido la paciencia de éste. Han empezado las tentativas de resistencia armada de la multitud a las tropas zaristas. Se ha dado comienzo a verdaderos combates del pueblo con las tropas en las calles, a batallas en las barricadas. El Cáucaso, Lodz, Odesa y Libava nos acaban de dar ejemplos de heroísmo proletario y de entusiasmo popular. La lucha se ha propagado, convirtiéndose en insurrección. El ignominioso papel de verdugos de la libertad y de esbirros de la policía desempeñado por las fuerzas armadas del zarismo no ha podido menos de irles abriendo poco a poco los ojos a ellas mismas. El ejército ha empezado a vacilar. Primero han sido casos sueltos de insubordinación, de alborotos entre los reservistas, de protestas de oficiales, de agitación entre los soldados y de negativas de compañías o regimientos sueltos a disparar contra sus hermanos, los obreros. Luego ha venido el paso de una parte del ejército al lado de la insurrección.

La inmensa importancia de los últimos sucesos de Odesa consiste ni más ni menos en que allí se ha incorporado abiertamente por primera vez a la revolución una gran unidad militar del zarismo: todo un acorazado. El gobierno ha hecho esfuerzos desesperados y puesto en juego toda clase de subterfugios para ocultar al pueblo este suceso y sofocar en el comienzo mismo la insurrección de los marinos. Mas sin el menor resultado. Los barcos de guerra enviados contra el acorazado revolucionario Potemkin se han negado a pelear contra sus compañeros. El gobierno autocrático hizo circular por toda Europa la noticia de la capitulación del Potemkin y la de que el zar había  ordenado hundir el acorazado revolucionario, y sólo logró quedar en una posición ignominiosa ante el mundo entero. La escuadra ha regresado a Sebastópol y e gobierno se apresura a licenciar a los marineros y a desarmar los buques de guerra; circulan rumores sobre renuncias en masa de oficiales de la flota del mar Negro; en el acorazado Gueorgui Pobiedonósets, que había capitulado, estallaron nuevos motines. Se sublevan también los marineros en Kronstadt y en Libau, menudean los choques con las tropas; en Libau se produjeron combates de barricadas de los marineros y obreros contra  las tropas. La prensa extranjera habla de motines en otros barcos de guerra (el Minin, el Alejandro II, etc.). El gobierno zarista ya no tiene marina de guerra. Lo único que pudo conseguir, por el momento, es impedir que la flota se pasara activamente al lado de la revolución. Pero el acorazado Potemkin era y sigue siendo territorio invicto de la revolución, y cualquiera sea su suerte, podemos registrar desde ahora un hecho indudable y de extraordinaria significación: el intento de formación del núcleo de un ejército revolucionario.

No hay represiones, ni victorias parciales sobre la revolución, que puedan borrar la importancia de este acontecimiento. Se ha dado el primer paso. Se ha pasado el Rubicón. Toda Rusia y el mundo entero han visto sumarse fuerzas armadas a la revolución. A lo sobrevenido en la flota del mar Negro seguirán sin falta nuevas tentativas, más enérgicas aún, de formar el ejército revolucionario. Nuestro deber ahora es apoyar con todas nuestras fuerzas esas tentativas, explicar a las más nutridas masas del proletariado y de los campesinos la trascendencia que en la lucha por la libertad tiene para todo el pueblo el ejército revolucionario y ayudar a los destacamentos de este ejército a levantar la bandera de la libertad de todo el pueblo, bandera capaz de atraer a las masas y de agrupar las fuerzas que aplasten a la autocracia zarista.

Revueltas, manifestaciones, batallas en las calles, destacamentos del ejército de la revolución: tales son las etapas del desarrollo de la insurrección popular. Hemos llegado, por último, a la etapa postrera, lo que, por supuesto, no significa que el movimiento se encuentre ya, en su totalidad, en esta nueva fase superior. No, en el movimiento hay aún muchas cosas sin desarrollar; en los acontecimientos de Odesa se ven aún rasgos palmarios de la revuelta a la antigua. Pero lo que sí significa es que las oleadas más pujantes del torrente espontáneo han llegado ya al umbral mismo de la «fortaleza» de la autocracia. Significa que los elementos de vanguardia de la propia masa del pueblo han llegado ya, y no en virtud de razonamientos teóricos, sino bajo la presión del empuje del creciente movimiento, a la altura de las tareas nuevas, superiores, de lucha, de la lucha final contra el enemigo del pueblo ruso. La autocracia lo ha hecho todo para preparar esta lucha. Ha venido empujando durante años al pueblo a la lucha armada contra las tropas, y ahora recoge lo que sembró. De las tropas mismas salen destacamentos del ejército revolucionario.

La tarea de estos destacamentos es proclamar la insurrección, proporcionar a las masas la dirección militar necesaria en la guerra civil, lo mismo que en toda otra guerra, crear puntos de apoyo de la lucha abierta de todo el pueblo extender la insurrección a los lugares vecinos, asegurar primero, al menos en una pequeña parte del territorio del país, la libertad política completa, emprender la reorganización revolucionaria del podrido régimen de la autocracia, desplegar al máximo la obra revolucionaria de los de abajo, que en tiempos de paz actúan poco, pero que salen a primer plano en las épocas de revolución.

Sólo cuando hayan comprendido estas nuevas tareas, sólo cuando las planteen con audacia y amplitud podrán los destacamentos del ejército revolucionario obtener una victoria completa y servir de apoyo a un gobierno revolucionario. Ahora bien, el gobierno revolucionario es en esta fase de la insurrección popular algo de necesidad tan imperiosa como el ejército revolucionario. El ejército revolucionario se necesita para batallar y dirigir militarmente la lucha que las masas del pueblo despliegan contra los restos de las fuerzas armadas de la autocracia. El ejército revolucionario se necesita porque los grandes problemas de la historia se pueden resolver únicamente por la fuerza, y la organización de la fuerza en la lucha de nuestros días es la organización militar. Y además de los restos de las fuerzas armadas de la autocracia, existen las fuerzas armadas de los Estados vecinos, a los que el gobierno ruso, en pleno desmoronamiento, implora ya ayuda, de lo que hablaremos más adelante.[1]

El gobierno revolucionario se necesita para ejercer la dirección política de las masas populares, primero en la parte del territorio conquistado ya al zarismo por el ejército revolucionario y luego en el país entero. Se necesita para emprender sin demora las transformaciones políticas, en aras de las cuales se hace la revolución: para implantar la autogestión revolucionaria del pueblo, convocar una Asamblea Constituyente que sea constituyente de verdad y represente a todo el pueblo en realidad, para dar las «libertades» sin las que es imposible expresar con acierto la voluntad del pueblo. El gobierno revolucionario hace falta para unir en el aspecto político la parte insurrecta del pueblo que ha roto de verás y para siempre con la autocracia, hace falta para organizar a esa parte en el plano político. Es claro que tal organización puede ser únicamente provisional, lo mismo que sólo provisional puede ser el gobierno revolucionario que se hace cargo del poder en nombre del pueblo para hacer que se cumpla la voluntad del pueblo y actuar por mediación del pueblo. Mas dicha organización debe iniciarse al punto, en relación indestructible con cada paso venturoso de la insurrección, ya que la agrupación política y la dirección política no pueden ser demoradas ni por un instante. La dirección política, asumida al punto por el pueblo insurrecto, es no menos necesaria para la victoria completa del pueblo sobre el zarismo que la dirección militar de sus fuerzas.

A nadie que conserve en alguna medida la facultad de razonar puede caberle la menor duda de cuál será el desenlace definitivo de la lucha entre los adictos de la autocracia y la masa del pueblo. Mas no debemos cerrar los ojos ante la circunstancia de que la lucha en serio sólo empieza y de que aún nos aguardan grandes pruebas. Tanto el ejército revolucionario como el gobierno revolucionario son «organismos» de un tipo tan elevado, requieren unas instituciones tan complejas y una conciencia cívica tan desarrollada que sería erróneo esperar que todas estas tareas se cumplan de buenas a primeras, a un mismo tiempo, con sencillez y acierto. Pero nosotros no lo esperamos, sabemos estimar la importancia de la tenaz, lenta y a menudo imperceptible labor de educación política que siempre ha desplegado y seguirá desplegando la socialdemocracia. Mas tampoco debemos pecar de falta de fe en el pueblo, más peligrosa aún hoy día; debemos tener presente la inmensa fuerza educativa y organizadora de la revolución, cuando los ingentes acontecimientos históricos hacen salir de sus guaridas, desvanes y sótanos a los filisteos y los obligan a hacerse ciudadanos. Unos meses de revolución hacen a veces a ciudadanos con mayores celeridad y amplitud, que decenios de estancamiento político. La misión de los lideres conscientes de la clase revolucionaria es ir siempre por delante de ella en lo que se refiere a esa educación, explicar la importancia de las nuevas tareas y llamar adelante, hacia nuestra magna meta definitiva. Los reveses que nos aguardan y no podremos evitar en los intentos sucesivos de formar el ejército revolucionario y el gobierno provisional revolucionario no harán sino adiestrarnos en el cumplimiento práctico de estas tareas, no harán sino incorporar a su cumplimiento a fuerzas populares, nuevas y lozanas, que hoy están latentes.

Tomemos el arte militar. Ningún socialdemócrata que sepa algo de historia y haya estudiado a Engels, tan entendido en este arte, pondrá jamás en tela de juicio la inmensa importancia de los conocimientos militares, la enorme trascendencia del material de guerra y de la organización militar como instrumentos de los que se valen las masas populares y las clases del pueblo para ventilar los grandes choques de la historia. La socialdemocracia no ha caído nunca tan bajo como para jugar a las conjuras militares, nunca puso en primer plano los problemas militares mientras no se dieran las condiciones de una guerra civil comenzada.[2]

Pero ahora todos los socialdemócratas han colocado los problemas militares, si no en primer término, sí en uno de los primeros y afirman que ha llegado el momento de estudiarlos y de que las masas populares los conozcan. El ejército revolucionario debe emplear en la práctica los conocimientos militares y los recursos castrenses para decidir toda la suerte ulterior del pueblo ruso, para resolver el problema primero y más urgente de todos, el problema de la libertad.

La socialdemocracia no ha considerado nunca ni considera la guerra desde un punto de vista sentimental. La condena en redondo como recurso atroz para zanjar las disensiones entre los seres humanos, pero sabe que las guerras son inevitables mientras la sociedad esté dividida en clases, mientras subsista la explotación del hombre por el hombre. Y para acabar con esta explotación no podremos prescindir de la guerra, que siempre y en todas partes es declarada por las propias clases explotadoras, dominantes y opresoras. Hay guerras y guerras. Hay guerras que son aventuras emprendidas en beneficio de los intereses de una dinastía, para satisfacer los apetitos de una banda de salteadores, para alcanzar los fines de los héroes del lucro capitalista. Hay guerras —y éstas son las únicas legítimas en la sociedad capitalista— dirigidas contra los opresores y esclavizadores del pueblo. Únicamente los utopistas o los filisteos pueden condenar estas guerras, alegando la fidelidad a los principios. Únicamente los burgueses que hacen traición a la libertad pueden hoy volver en Rusia la espalda a una guerra de este tipo, a una guerra por la libertad del pueblo. El proletariado ha dado comienzo en Rusia a esta gran guerra de liberación y sabrá continuarla, formando él mismo los destacamentos del ejército revolucionario y reforzando los destacamentos de soldados o marinos que se pasen a nuestro bando, atrayendo a los campesinos e inculcando a los nuevos ciudadanos de Rusia, que se forman y se templan en el fuego de la guerra civil, el heroísmo y el entusiasmo de los luchadores por la libertad y la dicha de la humanidad entera.[3]

La obra de constituir el gobierno revolucionario es tan nueva, tan difícil y complicada como la de dar organización militar a las fuerzas de la revolución. Pero también puede y debe cumplirla el pueblo. Y cada revés parcial sufrido en este terreno motivará el perfeccionamiento de los métodos y los medios[4], consolidará y ampliará los resultados. El III Congreso del POSD de Rusia ha expuesto en una resolución las condiciones generales para el cumplimiento de la nueva tarea: ya es hora de examinar y preparar las condiciones prácticas de su cumplimiento. Nuestro partido tiene un programa mínimo, un programa acabado de transformaciones perfectamente realizables sin dilación alguna y sin rebasar los límites de la revolución democrática (es decir, burguesa), transformaciones imprescindibles para que el proletariado pueda seguir la lucha por la revolución socialista. Pero este programa contiene reivindicaciones fundamentales y reivindicaciones parciales que dimanan de las primeras o se presuponen. Lo que importa en cada tentativa de constituir el gobierno provisional revolucionario es plantear precisamente las reivindicaciones fundamentales para mostrar a todo el pueblo, incluso a las masas más atrasadas, en fórmulas concisas, con rasgos claros y bien definidos los fines y las tareas democráticas generales de este gobierno.

En nuestra opinión, hay seis puntos fundamentales, que deberán convertirse en bandera política y en programa inmediato de todo gobierno revolucionario, y que ganarán para el gobierno las simpatías del pueblo. En ellos debe concentrarse del modo más apremiante toda la energía revolucionaria del pueblo.

He aquí esos seis puntos: 1) Asamblea Constituyente elegida por todo el pueblo, 2) armamento del pueblo, 3) libertad política, 4) plena libertad a los pueblos oprimidos y mermados en sus derechos, 5) jornada de ocho horas y 6) comités revolucionarios campesinos. Esta es, por supuesto, sólo una enumeración aproximada, los títulos nada más, los nombres de toda una serie de transformaciones que hace falta llevar a cabo en el acto para conquistar la república democrática. No pretendemos agotar aquí el tema. Nos guía el solo propósito de exponer con claridad nuestra idea de la importancia que revisten ciertas tareas fundamentales.

Es preciso que el gobierno revolucionario recabe el apoyo de la gente del pueblo, de las masas obreras y campesinas, sin el cual no podrá sostenerse; sin la iniciativa revolucionaria del pueblo será un cero, menos que un cero. Nuestro deber es prevenir al pueblo contra el fondo aventurero de las promesas altisonantes, pero absurdas (como es la de llevar a cabo en el acto la «socialización», que no comprenden ni los mismos que la proclaman), preconizando al mismo tiempo transformaciones que de veras se pueden realizar al punto y de veras son necesarias para consolidar la causa de la revolución. El gobierno revolucionario debe poner en pie al «pueblo» y organizar su energía revolucionaria. La libertad completa de los pueblos oprimidos, es decir, el reconocimiento de su autodeterminación política, y no sólo cultural, la aplicación de medidas imperiosas de protección de la clase obrera (y en primer orden, la jornada de ocho horas) y, por último, la garantía de medidas serias que beneficien a las masas campesinas sin reparar en el egoísmo de los terratenientes son, a juicio nuestro, los puntos principales que debe recalcar en especial todo gobierno revolucionario. No hablamos de los tres primeros puntos, ya que están demasiado claros para que requieran comentarios. Tampoco hablamos de la necesidad de realizar en la práctica transformaciones ni siquiera en un pequeño territorio conquistado, pongamos por caso, al zarismo; la realización práctica es mil veces más importante que cualquier manifiesto y también, claro está, mil veces más difícil. Llamamos a detener la atención sólo en que es preciso propagar ahora mismo y sin ninguna dilación por todos los medios la noción verdadera de nuestras tareas inmediatas, que atañen a todo el pueblo. Hay que saber hablar al pueblo —en el verdadero sentido de la palabra—, y no sólo para hacerle el llamamiento general a la lucha (suficiente en el período anterior a la formación del gobierno revolucionario), sino para incitarlo directamente a que lleve a cabo sin tardanza las transformaciones democráticas más radicales, a que las realice en el acto por su mano.

Ejército revolucionario y gobierno revolucionario son las dos caras de una medalla. Son dos instituciones igualmente necesarias para asegurar el éxito de la insurrección y consolidar sus frutos. Son dos consignas que han de ser lanzadas sin falta y explicadas como las únicas consecuentes y revolucionarias. En nuestro país hay ahora muchos que se denominan a sí mismos demócratas. Pero son más los de boca para fuera y menos los de veras. Abundan los vocingleros del Partido Demócrata Constitucionalista, pero escasean los demócratas verdaderos entre la decantada «sociedad», entre los zemstvos supuestamente democráticos, es decir, los que desean de corazón el poder soberano y completo del pueblo y son capaces de luchar a vida o muerte contra los enemigos de ese poder soberano, contra los defensores de la autocracia zarista.

La clase obrera no tiene esa cobardía ni esa hipócrita ambigüedad propias de la burguesía como clase. La clase obrera puede y debe ser democrática consecuente hasta el fin. Con la sangre que ha vertido en las calles de San Petersburgo, Riga, Libava, Varsovia, Lodz, Odesa, Bakú y muchas ciudades más ha demostrado su derecho a ser la vanguardia de la revolución democrática. Y en los momentos decisivos que atravesamos, también debe estar a la altura de esa gran función. Los proletarios conscientes que militan en el POSDR —sin olvidar ni por un momento su meta socialista, su independencia como clase y como partido— deben proclamar delante de todo el pueblo las consignas democráticas avanzadas sin olvidar un instante sus fines socialistas ni la independencia de su clase y de su partido. Para nosotros, para el proletariado, la revolución democrática no es más que el primer peldaño en el camino que lleva a emancipar por completo el trabajo de toda explotación, que lleva a la magna meta socialista. Por eso debemos subir lo antes posible este primer peldaño, por eso debemos deshacernos con la mayor energía de los enemigos de la libertad del pueblo y proclamar lo más alto posible las consignas de la democracia consecuente: ejército revolucionario y gobierno revolucionario.

[1] Véase el presente tomo, págs.. 650-655. (Ed.)

[2] Compárese con Las tareas de los socialdemócratas rusos, de Lenin, pág. 23, donde se dice que en 1897 no era oportuno plantear el problema de los métodos del ataque decisivo al zarismo. (Véase la presente edición, t. I. N. de la Edit.)

[3] Este párrafo aparece tachado en el manuscrito, y no figura en al texto publicado en Proletari. (Ed.)

[4] En el manuscrito: «Y también en este terreno todo fracaso parcial decuplica las energías, promueve la emulación, contribuye a perfeccionar…» (Ed.)

  1. Publicado el 7, 10 de julio (27 de junio) de 1905 en el núm. 7 de “Proletari”. 10, págs. 335-344.

    Se publica de acuerdo con el texto del periódico, cotejado con el manuscrito ↩︎
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Los orígenes de la revuelta del Potemkin (1905).


Por Christian Rakovski1

Se sabe que la revuelta del Potemkin no fue un acontecimiento inesperado. Fue la explosión prematura y aislada de un plan valientemente preparado de sublevación general que debía abrazar con anillo de hierro de toda la flota del Mar Negro. Al apoderarse de bastiones marítimos, la revolución rusa habría dispuesto de una base inexpugnable para nuevas conquistas. Con bombardeos de las costas de los asentamientos de las guarniciones, ella habría ganado todo el sur y más allá, se habría extendido al resto del país. Esta sublevación debía estallar en julio, durante las grandes maniobras de la flota. A la señal convenida –dos cohetes tirados uno después del otro desde el puente del acorazado Catherine II. Los marineros que formaban parte debían detener o matar a los oficiales “en el nombre del pueblo”, apoderándose de todos los navíos y tomando el comando de ellos. Como se sabe, el lamentable incidente de la comida podrida suscitó antes de hora una revuelta en el Potemkin, y todo el plan se hundió.

Los otros navíos, mal preparados, no estaban advertidos; entre ellos, sólo pudieron tomar parte del movimiento el Georgi Pobedonostzev que, durante 24 horas, permaneció fiel a la revolución, y el navío-escuela Prut que buscó en vano al Potemkin con el fin de unirse a él. También es necesario mencionar al Sinopia que se unió también al Potemkin pero se alejó de Odesa por una orden repentina dada por el almirante Krieger de dirigirse a Sebastopol mientras que la minoría de los marinos revolucionarios no había logrado aún vencer las dudas de la mayoría indecisa y timorata. Lo más lamentable fue la puesta fuera de actividad del acorazado Catherine II, “Katia” como decían familiarmente los marinos, Katia la roja, dispuesta a dar el paso más decisivo y que fue víctima de su ardor revolucionario. Mientras que la revuelta explotaba en el Potemkin, se produjo un conflicto menor entre los marineros y los oficiales del Catherine II, un incidente ridículo en comparación con el rol que el acorazado habría podido jugar dos días más tarde, pero que condujo al descenso a tierra de la mayoría de la tripulación. Así, el más revolucionario de los acorazados fue obligado a permanecer en Sebastopol mientras que los otros se dirigían hacia Odesa contra el Potemkin.

Sin embargo, se planteó una cuestión: ¿la sublevación general habría tenido éxito si no hubiera tenido lugar el acontecimiento del Potemkin? ¿La flota podía prever un éxito en esta tentativa de tomar posesión de las ciudades costeras y sublevar allí a la población obrera?

Conociendo a través del relato de Kirill los detalles de la historia convulsiva, dramática, de la lucha de los marinos revolucionarios, descubriendo cuán próximo estaba el éxito, incluso cuando sólo se había sublevado un navío, se adquiere casi la convicción de que una sublevación general podía triunfar […] Desde un punto de vista puramente técnico-militar, la idea de lanzar una revuelta armada general por una sublevación de la flota era excelente: primero porque los marinos eran los más receptivos de todos los militares a la propaganda socialista y sobre todo porque una flota amotinada está en mejor estado para resistir y defenderse que cualquier otra formación. Una victoria de la sublevación de la flota habría creado una situación sin precedentes en la historia de las guerras civiles. El absolutismo ruso, con todo su ejército, se habría mostrado impotente para luchar contra ese puñado de hombres. La Rusia de los gobernantes se habría encontrado en una posición ridícula como fue la de Rumania cuando el Potemkin se levantó repentinamente a lo largo de Constantza: se movilizó a toda la guarnición, incluso… a la caballería.

Pero el verdadero interés histórico de la sublevación de la flota se revela en la apreciación de sus causas. El Partido obrero socialdemócrata ruso y particularmente su organización en Crimea (la Unión socialdemócrata de Crimea) contribuyó mucho, a través de una acción prolongada, a la emergencia de revolucionarios entre los marinos. Pero es la estructura del Estado ruso y especialmente el régimen de los cuarteles que despertaron su espíritu y les enseñaron a comprender las ideas revolucionarias y socialistas. Es imposible comprender la sublevación revolucionaria de la flota ni otros movimientos análogos sin tomar en cuenta estos elementos. Cuando se sabe hasta qué punto la acción revolucionaria está frenada en Rusia, cuántas víctimas y esfuerzos cuesta cada paso –víctimas cuyo ínfimo número verá realizado el objetivo y de las cuales la mayoría caerá desde la primera batalla contra la multitud de obstáculos erigidos por el régimen político- se comprende que el origen de la revuelta de los marinos se encuentra ante todo en sus condiciones de vida.

Hoy es más necesario que nunca conocer bien la naturaleza del régimen de los cuarteles en Rusia. Concluida la paz y establecida la Constituyente, los partidos políticos harán reconstituir al país de manera radical. Pero Rusia no será realmente transformada más que cuando sea liberada de los errores del pasado. Queremos […] describir, sobre la base de los documentos en nuestro poder, el rol en la revuelta de los factores conscientes, es decir, de la propaganda socialista, y los factores inconscientes, es decir, el régimen militar en Rusia. El régimen en los cuarteles sólo es un reflejo de la estructura política y social de un país y las condiciones de vida a bordo del Potemkin eran las mismas en el conjunto de la flota. Allí se chocaba con los mismos abusos. De parte de los oficiales, sobre todo de los oficiales superiores, en todas partes existía la misma crueldad estúpida, la misma incomprensión de la necesidad de un comportamiento más humano hacia los marinos. Toda tentativa de estos últimos para obtener una vida más soportable sólo reconocería en los oficiales la determinación obstinada de castigarlos aún más severamente. Los marinos no podían entonces alimentar buenos sentimientos con respecto a sus superiores. En apariencia eran dóciles, por temor a la represión, pero en el fondo ellos mismos, odiaban y despreciaban a los “dragones” y los “escorpiones”, palabras que no dudaban en emplear a la menor ocasión. En el curso del amotinamiento del 3 de noviembre, los marinos perseguían obstinadamente a sus oficiales a piedrazos e los injuriaban groseramente. Las injurias además eran por otra parte tan corrientes que los oficiales, habituados, parecían no escucharlas […]. El antagonismo y la desconfianza entre oficiales y soldados son un fenómeno general, en todos los ejércitos, pero eran más agudos en el ejército ruso. Este abismo infranqueable entre ellos se cruzaba a cada acontecimiento político que conducía al envío de los soldados contra huelguistas y manifestantes. […]

Para explicar esta desconfianza, así como el odio tanto como el desprecio de los marinos por los oficiales, es necesario recordar, más allá de las razones políticas, las fallas propias del cuerpo de oficiales rusos, en particular en la flota, donde estos últimos se reclutaban exclusivamente en la nobleza. Las escuelas militares estaban pobladas de la “crema” de la sociedad industrial. La juventud honesta y capaz poblaba habitualmente las prisiones rusas e invadía las profesiones intelectuales. Sólo las personas incapaces y serviles se inclinaban por las carreras burocráticas y militares […] Estos oficiales consideraban a su función como un medio de subsistencia y se esforzaban por trabajar lo menos posible con el mayor beneficio personal posible. Sobre este terreno se desarrollaron las relaciones entre oficiales y marinos que a veces tuvieron consecuencias catastróficas.

Pero volvamos al acorazado Potemkin. Los castigos corporales más crueles eran habituales allí. A pesar de la aparición de una circular secreta que insistía en la necesidad de “respetar la dignidad humana de los subalternos”, los oficiales de marina continuaron, por hábito, distribuyendo bofetadas y puñetazos. Los marineros me hablaron de casos de tímpanos perforados por la violencia de los golpes […] Pero sufrían por encima de todo, las injurias y humillaciones de todo tipo que llegaban a alcanzar su dignidad de hombre. Era necesario ver con qué arrogancia los llamados aristócratas trataban a sus subordinados para comprender la fuerza del odio que estos últimos alimentaban con respecto a estos […]

Aquel que haya vivido en Rusia ha podido notar, en algunos jardines públicos, esta bárbara inscripción: “Entrada estrictamente prohibida a los perros y a los rangos inferiores”. El almirante Chujnin supo inventar una regla peor aún para los marineros de Sebastopol. La orden N° 184 del 29 de abril de 1905 prohibía a los marinos, “Bajo pena de prisión”, el acceso a dos bulevares, dos arboledas y una calle. Algunos días más tarde, un grupo de marinos mutilados, que volvía de Port Arthur, tomó prestado uno de estos bulevares, aquel donde se encuentra el monumento a la memoria del sitio de Sebastopol en 1855. Se chocaron con un oficial que los interpeló groseramente: “¿Cómo osan venir aquí? ¡Ustedes saben que el bulevar está prohibido a los rangos inferiores!” Uno de los marinos señala: “¿Tenemos el derecho de pisar nuestra tierra natal, por la cual hemos derramado nuestra sangre? –“¡Te permites discutir, canalla!” Y los golpes permitieron a estos “héroes” que habían vuelto saborear el placer del reconocimiento de la patria. El amotinamiento del 3 de noviembre fue provocado por una orden del almirante Chujnin prohibiendo a los marinos cualquier salida a la ciudad sin permiso especial, el “billete rojo”.

Tales medidas no habrían tenido consecuencias tan graves algunos años antes. Se puede afirmar incluso que el resultado habría sido el mismo si hubiera habido una mejora y no un deterioro de las condiciones de vida en la flota: ante todo, eran los marinos mismos quienes habían cambiado y madurado. Y en unos cinco o seis años, el sentimiento de su dignidad personal había madurado. […] Aquí se ve un hecho característico de la nueva generación: los reclutas de 1904 de la tripulación N° 36 –la del Potemkin- plantearon al lado de sus superiores, antes incluso de prestar juramento, una serie de reivindicaciones. La potente conmoción impulsada en toda Rusia por el movimiento obrero en los cinco años precedentes había despertado en los marinos la esperanza de una nueva vida, mejor y libre. Por las condiciones de trabajo el acorazado es una verdadera fábrica flotante; los marinos están más próximos a la clase obrera que a ninguna otra. En el número importante de condenas por lectura que, aunque legales, no tenían la aprobación de los oficiales, se aprecia el grado de interés de los marinos por la ciencia y la literatura, así como su sed de conocimientos. Su búsqueda de un futuro mejor se chocaba con el obstáculo de los oficiales […] que personificaban el absolutismo.

Los marinos discutían con fervor sobre la cuestión de las relaciones entre oficiales y soldados: el partido dirigente de la futura Rusia debe interesarse por ello sin excepción. Recordemos que el primer punto del ultimátum dado por el acorazado al comandante militar de Odesa era la sustitución del ejército permanente por milicias populares. Las relaciones de los marinos con sus superiores estaban en primer plano. Es a la vista del comportamiento de un marino frente a sus oficiales y de sus sentimientos con respecto a ellos que los camaradas revolucionarios decidían si era digno de tomar parte en las actividades secretas […]

Es importante detenerse en la manera en que se conducía el trabajo de propaganda a bordo del Potemkin. Numerosos marinos ya habían encontrado las ideas socialdemócratas cuando trabajaban en los astilleros navales Nikolaievsky. Estaban en contacto con obreros civiles, muchos de los cuales habían sido tocados por la propaganda socialista. Luego, la tripulación del Potemkin tomó contacto directamente con el partido socialdemócrata en Sebastopol donde ya había tejido relaciones sólidas con la flota militar. Sólo un pequeño número de marinos podían evidentemente estar en contacto directo con los revolucionarios. Entre los del Potemkin, he contado de quince a veinte que frecuentaban de manera irregular las reuniones secretas organizadas por los socialistas. Estas reuniones llamadas “volantes” cuando casi no había participantes y “de masas” si había muchos, reunían a los marinos que prestaban servicio en la cincuentena de barcos de guerra anclados en Sebastopol. Primero espaciadas, estas reuniones fueron cada vez más frecuentes; en el curso de los cuatro meses precedentes a la sublevación, se realizaba cerca de una cada domingo (del 10 de noviembre al 25 de marzo, hubieron once en total). El número de marinos que tomaban parte allí pasó de treinta a tres o cuatrocientos. Con el fin de evitar sorpresas desagradables, se realizaban estas reuniones fuera de la ciudad, en un bosque próximo a la colina de Malajov. Los marinos iban hacia allí por pequeños grupos, tomando primero la ruta de Inkerman, luego se separaban pasando por pequeños caminos. Una guardia apostada todo a lo largo aseguraba que el camino estuviera libre. Cuando llegaban al prado que servía de lugar de reunión, se instalaban como querían. Las intervenciones comenzaban. Los oradores, frecuentemente mujeres, explicaban a los marinos las causas de la existencia del poder opresor e intolerable, proponían medios para destruirlo y liberar a todo el país. Luego se discutía, se informaba y, después de haber adoptado una resolución, se terminaba la reunión con un canto revolucionario. Aquí está el texto de una de estas resoluciones, que fue adoptada el 20 de marzo:

“Nosotros, 194 marinos de la flota del Mar Negro, unimos nuestra voz a la de los obreros rusos representados por su ala revolucionaria, el partido obrero socialdemócrata ruso; exigimos la destitución del régimen autocrático y su reemplazo por una república democrática. Estamos convencidos que sólo la convocatoria de una Asamblea Constituyente, sobre la base del sufragio directo, igual para todos y con boleta secreta, puede afirmar el poder del pueblo. Sabemos que el régimen zarista emprendió la guerra por sus propios intereses. Por ello exigimos que se le ponga fin inmediatamente. Uniendo nuestra voz a la de Rusia que se despierta a la vida política, estamos seguros que nuestro ejemplo, el de la protesta de la flota del Mar Negro, será seguida por todo el ejército ruso. El último apoyo del régimen está en camino de hundirse. Nuestra liberación está próxima y llamamos a todos aquellos que persigue y oprime la autocracia a unirse a nuestras filas, las de nuestro partido. Nuestra lucha sólo se interrumpirá cuando la humanidad esté liberada de la explotación de las tarántulas capitalistas. Luchamos por el socialismo. ¡Abajo la autocracia! ¡Abajo la guerra! ¡Viva la Asamblea Constituyente! ¡Viva la república democrática! ¡Viva el partido obrero socialdemócrata ruso! ¡Viva el socialismo!”

Ciento cincuenta marinos que no habían asistido a esta reunión adoptaron esta resolución.

Entre los otros marinos, la propaganda era llevada a través de folletos y sobre todo llamados. Hay que destacar que los marinos demandaban al comité de Sebastopol, llamados especialmente redactados de acuerdo a sus necesidades. Cuando el comité constató que la propaganda entre los marinos era eficaz, se esforzó en aclarar cada acontecimiento más o menos importante de la vida de la flota. Así, dos o tres días después de la revuelta, cuando los marinos se levantaron y salieron al patio, encontraron volantes sobre los últimos acontecimientos, esparcidos en el suelo. El comité de Sebastopol llamaba a los marinos a dar un carácter político a su protesta. Este llamado fue difundido en 1.800 ejemplares. En general, el comité difundió 12.000 volantes desde principios de noviembre a principios de abril. Estos eran algunos títulos: “Es tiempo de terminar con esto”, “El ayuda memoria de los soldados” (2.800 ejemplares), “Las dos Europas”, “¿Quién vencerá?”, “Muerte a los tiranos”, “El Manifiesto del zar” (9 de enero), etc. Algunos eran relativos al régimen ruso en general, otros concernían especialmente a los marinos. Describían las penosas condiciones de existencia de los marinos que ellos oponían al confort y a los privilegios de los que disponían sus oficiales. Subrayaban la enorme diferencia entre los sueldos de los marinos y el de los oficiales de Rusia, en comparación con otros países. Mientras que en Japón, en esta época, el gran almirante Togo recibía 5.600 rublos por año, el gran duque Aleksei, gran almirante de la flota rusa, recibía un salario dieciocho veces superior (108.000 rublos). Por el contrario, el sueldo de los marinos era incomparablemente más elevado en Japón que en Rusia. Un marino costaba al gobierno japonés 54 rublos contra 24 al gobierno ruso, del cual la mitad era robada por los oficiales. Se distribuyeron volantes particulares con respecto a la partida de 800 marinos para Libau, otros en el momento del juicio a treinta marinos acusados de haber sido los “instigadores” de la revuelta del 3 de noviembre. Paralelamente a estos hechos particulares, las cuestiones de orden general estaban planteadas: la guerra, la situación de los obreros y de los campesinos, el Estado ruso, etc. El fin de la guerra era la consigna más popular. Algunos aconsejaban el rechazo a ir a Medio Oriente. Un volante produjo una impresión particularmente vigorosa: impreso por el comité de Sebastopol, había sido redactado y firmado por “marinos y suboficiales del acorazado Catherine II, reunidos con el partido obrero socialdemócrata”. Este era la señal de acciones más importantes que surgieron como resultado de la derrota de Tsushima.

Hoy, mientras que Rusia es convertida en un Estado supuestamente constitucional, persiste la cuestión de la reorganización de las fuerzas armadas. Todas las reivindicaciones de los marinos apuntan a una mejora en sus condiciones de vida durante la duración del servicio: sólo mencionan al final la relación estrecha entre el orden social de Rusia y el régimen militar. Destaquemos algunas de estas reivindicaciones:

1. Reducción de la duración del servicio militar en la flota a 3 años (actualmente es de 7 años).

2. Definición precisa de la duración de la jornada de trabajo (las maniobras en el frente o los ejercicios especiales son considerados como un trabajo).

3. Control de los marinos sobre los gastos para la alimentación que les es destinada. Los marinos exigen ocuparse directamente del aprovisionamiento, de la elección del cocinero: «Así impedimos la posibilidad de que nos roben”, dicen a sus oficiales, los marineros del Catherine II […]

Otra serie de reivindicaciones concierne a los derechos del hombre y del ciudadano: supresión de las fórmulas que los marinos deben emplear al dirigirse a sus superiores, de la costumbre de rendir honores a los oficiales; los marinos demandan también que los delitos sean juzgados por un tribunal ordinario. En caso de mantener a los tribunales militares, estos deben estar compuestos en paridad de oficiales y marinos elegidos por sus camaradas […]

Estos llamados eran difundidos en todas partes en centenares de ejemplares. Un día los marinos del Potemkin tuvieron al despertarse la sorpresa de encontrarlos sobre los cobertores de sus camas. Cada uno se ponía a recoger a los “pichones” y a buscar “un rincón tranquilo” para leerlos. Le seguían discusiones por grupos durante varios días. Los marinos quizás no comprendían todo. Sucedía que los del Potemkin escribían [al comité] para reprochar el empleo [en los folletos] de demasiadas expresiones incomprensibles para la mayoría de los marinos y pedir nuevos volantes. Pero estos volantes pequeños, insignificantes, frecuentemente ilegibles, impresos en secreto en máquinas primitivas, hacían su trabajo revolucionario. Eran la prueba viviente de la existencia de un partido subterráneo, que se acercaba a los marinos aislados y sometidos para escuchar sus quejas y compartir sus sufrimientos. Las personas de este partido tendían fraternalmente la mano a los marineros, los trataban de igual a igual, ponían a su disposición su tiempo, sus medios y su vida; los llamaban a luchar con ellos contra el enemigo de toda la clase obrera. No se podía esperar que esta propaganda transformara a los marinos en socialistas conscientes. Sin embargo, hizo mucho dando a su descontento difuso un carácter político y popularizando las consignas del programa mínimo socialista.

Inicialmente desordenada, la lucha de los marinos se convirtió en consciente. Retomaron por su cuenta el partido y el programa. “Somos 300 socialdemócratas dispuestos a morir”: con estas palabras me saludó el marinero Matiuchenko cuando subía al Potemkin en Constantza. Estos 300 socialdemócratas quizás no sabían todo lo que reclamaba su partido, pero el hecho de contarse entre sus miembros les daba una confianza ilimitada en sus propias fuerzas.

Así, con una energía y un espíritu de iniciativa creciente, los marinos encontraban en ellos mismos lo que los llamados no podían ofrecerles. Completaban su formación política observando los hechos que los rodeaban, leyendo libros y periódicos autorizados por sus oficiales. Guiados por el odio al despotismo, descubrían ideas revolucionarias hasta en los libros religiosos. Aquel que conoció de cerca la vida cotidiana a bordo del Potemkin, pudo constatar su intensa vida intelectual. Era una verdadera colmena en la cual cada uno actuaba en la medida de sus fuerzas. Había una treintena de no violentos que preconizaban la resistencia pasiva a la guerra, el rechazo a tirar sobre “seres humanos, criaturas de Dios”. Las discusiones estallaban casi todos los domingos entre ellos y el comandante Golikov […]

Si se examina la personalidad de los marinos, se destaca que había entre ellos hombres brillantes, cuyas posibilidades de jugar un rol eran obstaculizadas por las condiciones sociales y políticas del país. Entre ellos, Nikichkin, verdadero tribuno popular, ejercía una gran influencia sobre sus camaradas (murió heroicamente en Feodosia). Dotado de un gran talento de orador, impregnado de este idealismo religioso profundamente enraizado en las masas populares, sobre todo en el campesinado y que aún no es alcanzado por el escepticismo superficial, poseyendo una notoria memoria, adornaba sus discursos con citas. Lanzó la moda de un estilo de discurso que comenzaba por un extracto del Evangelio y terminaba con un himno revolucionario.

Zvenigorodsky, aprendiz mecánico de la escuela práctica, era de otro tipo; hijo de un periodista, él mismo hacía periódicos donde describía las miserias y los sufrimientos de los marinos y se los leía a sus camaradas. Es gracias a su acción que numerosos marinos, como Reznichenko, por ejemplo, se convirtieron en revolucionarios. “Discutimos frecuentemente durante horas enteras –me contó este último- observando la superficie lisa del mar”. Más allá de estos dos personajes, había toda una serie de líderes activos, Matiuchenko, Reznichenko, Kurilov, Dymchenko, Makarov y muchos otros. Discutían los acontecimientos que agitaban a toda Rusia. Una de las consecuencias de la guerra ruso-japonesa fue indudablemente la emergencia de una vida social y de una opinión pública […] Las aflicciones, la humillación y los sufrimientos comunes acercaron a la flota y al ejército al pueblo […] Una vez, Nikichkin leyó un extracto de la pieza de Gorky, Los bajos fondos, en la cual uno de los habitantes del cabaret de Vassilissa se lanza en un discurso revolucionario: “Vuestra ley, vuestra verdad, vuestra justicia, no son las nuestras”, etc. Nikichkin diseminaba sus lecturas en los rincones y escondites del navío y sus auditores se animaban de un sentimiento común. Pasaban de la palabra a los actos: las protestas colectivas se volvían cada vez más frecuentes. Se las preparaba a la tarde antes de acostarse. Los marinos, reunidos en la playa detrás del navío para la plegaria, se negaban a dispersarse a pesar de las órdenes del oficial de guardia y comenzaban a discutir en voz baja; luego uno de los más valientes levantaba la voz y lanzaba consignas. Cuando habían dicho todo, los marinos se dispersaban.

Es en la tarde del 3 de noviembre[*] que, por primera vez, la protesta de los marinos toma un carácter amenazante de rebelión. Las ventanas del cuartel, las lámparas del patio, los departamentos de los oficiales fueron saqueados en un instante. Los oficiales corrieron a esconderse en todos los lugares posibles y lograron esquivar la cólera de los marinos. Los soldados que habían sido llamados de los cuarteles vecinos, se negaron a tirar. Los marinos y los suboficiales del Pamiat’ Merkuria llegaron finalmente, después de algunas salvas, a dispersar los motines […] Los incidentes estallaron cada vez más frecuentemente en los navíos […] Los marinos del Catherine II amenazaron con hundir el barco si no se pagaba el mismo sueldo que durante la guerra. Las tripulaciones de todos los navíos apoyaban esta exigencia. Ganaron, así como con la calidad del pan. Los marinos revolucionarios eran en general el origen de estas acciones. Cada éxito fortalecía su influencia.

Pero la guerra era el estimulante más vivo para los marinos. Había puesto al desnudo las innumerables carencias del ejército y de la flota que los marinos imputaban a la incapacidad y cobardía de los “jefes”. Los oficiales habían perdido toda autoridad y no inspiraban ningún respeto ni temor. Los marinos, habían comprendido que la acción resuelta lleva a la victoria y comenzaron a ser audaces. Los actos de insubordinación se hicieron cada vez más numerosos y eran abiertamente apoyados por todos.

Es en esta atmósfera donde soplaba el viento de la revuelta y donde la disciplina se hizo añicos, que nació la idea de la sublevación general. ¿Dónde, cuándo y por qué, la idea fue lanzada por primera vez? Como toda idea verdaderamente popular, sin duda no fue lanzada voluntariamente por alguien preciso y surgió espontáneamente en el ambiente de esperanza que reinaba en el navío. Ya, el 3 de noviembre, los marinos habían preguntado al partido socialdemócrata si no había llegado el momento de transformar la rebelión en movimiento organizado. El comité había aconsejado el traslado a un momento más favorable. La idea de una intervención revolucionaria había emergido así ya desde hacía un año. Más tarde, a principios de este año, frente al anuncio de un pogromo judío perpetrado por la policía de Sebastopol, 150 marinos armados salieron a la ciudad y se unieron a los obreros para defender a los judíos.

Los acontecimientos del 8 al 12 de enero (1905) en Petersburgo provocaron una gran emoción entre los marinos […] La “central de los marinos” –el comité central dirigido por representantes de los marinos de todos los navíos- se puso a elaborar seriamente un plan de sublevación. Esto no era fácil. El proyecto suscitaba una afluencia de cuestiones concretas: ¿qué comportamiento adoptar con los oficiales? ¿Se los debía ejecutar o detenerlos? ¿Cuáles serían las consecuencias de la sublevación según quién gane o quien sea abatido? ¿No iba a dislocar a Rusia? Cada marino daba su punto de vista. En una carta dirigida al comité de Sebastopol […] la tripulación del Potemkin pedía una respuesta a todas las cuestiones que levantaban dudas. Sin embargo, la derrota de Tsushima, el anuncio de la masacre de 40 marinos de la escuadra Niebogatov cerca de Shangai (aparecido en un periódico ruso) pusieron al límite la paciencia de los marinos. Decían: “Si se debe morir, también que sea por liberar a Rusia, antes que ser muerto por los oficiales o los japoneses”. Y la idea de la sublevación ganaba todos los días más partidarios.

Aquí se plantea una cuestión: ¿cuántos marinos del Potemkin estaban comprometidos en el complot? Al menos la mitad, se me respondió. En efecto, los marinos revolucionarios no guardaban su plan secreto; sólo observaban las precauciones elementales. Este es un hecho que revela su audacia: los oficiales de un pequeño navío –del cual silenciamos su nombre- iban un día a la ciudad para asistir a un casamiento: durante este tiempo, los marinos realizaron un mitin a bordo […] Es muy probable que los oficiales hayan sabido lo que se preparaba. Se sabía que había una treintena de buchones entre los marinos. ¿Pero cómo desmantelar este plan? ¿A quién detener? No se llegaba a descubrir a los miembros del comité revolucionario del Potemkin […]

El comandante del Potemkin fracasó en todas sus tentativas de restablecer la disciplina a bordo a través de medidas tradicionales, ridículas e ineficaces […] Se buscaba impedir que se reunieran los marinos; se les prohibía incluso la lectura de los periódicos y revistas y era difícil obtener un permiso para ir a la ciudad. Golikov, que antiguamente pasaba la noche fuera del navío, no lo abandonó más: inspeccionaba las cabinas para verificar el empleo del tiempo de los marinos: “¿Por qué esta hamaca está vacía? ¿Quién es el marinero X? –Está de guardia”, respondía el vecino, mientras que el marinero X discutía en su escondite con un camarada. Estas medidas draconianas avivaban las protestas. Hubo una, particularmente viva, en los dos o tres días antes de la Trinidad. Golikov creyó poder ponerle fin pronunciando durante la fiesta un discurso sobre la disciplina. Contó como la revuelta, veinte años antes, a bordo del Svetlana donde se encontraba, había terminado con numerosas ejecuciones. “Eso es lo que les espera a aquellos que olvidan la disciplina”, lanzó […] Después de la derrota de Tsushima, tales palabras eran de una gran ligereza. El hecho de aprender los riesgos que corrían permitía a los marinos vencer su miedo de las consecuencias de una revuelta. ¿Pero qué podría hacer un lamentable comandante? Como todo buen soldado del absolutismo, defender por todos los medios a la vieja Rusia. Frente a la dificultad de la tarea, Golikov, como los otros, perdía la cabeza y sólo aceleraba el proceso. Por otro lado, él mismo estaba convencido de su propia impotencia: “El veneno revolucionario se expande en el barco incluso entre los suboficiales”, dijo un día a un oficial de gendarmería. Toda tentativa de extirpar la revolución terminaba con un fracaso […]

Reznichenko cita un ejemplo significativo: “Estábamos a punto de comenzar la reunión cuando llegó una patrulla comandada por un oficial. Quería detenernos. Uno de nosotros se aproximó a él y después de saludarlo, le preguntó: “¿Qué le importa lo que hacemos aquí? –¡Les ordeno dispersarse! -¿Por qué? –Porque yo se los ordeno -¡Pero no hacemos nada criminal! –Dispérsense o doy la orden de tirar –Nadie le obedecerá. Hoy, yo estoy de este lado, pero mañana puedo estar en vuestra patrulla y, si usted da la orden de tirar, yo tiraría sobre usted primero”. El oficial dio marcha atrás sin decir palabra. Los marinos cambiaron de lugar y retomaron la reunión. Baranovsky, el comandante del Prut, hizo, a propósito de estas reuniones, un discurso en el cual acusó a los judíos de ser el origen de los desórdenes en la flota. Añadió que no dudaría en decretar la pena de muerte contra todos aquellos que participaran en los complots con los socialistas. Algunos días más tarde aparecía una proclama de los marinos: “Tu has dicho la verdad. Sabemos que eres un verdugo. Está próximo el día en que no dudaremos en estrangularte. La hora de pagar llegará”.

Algunas semanas más tarde, Baranovsky era detenido por los marinos y Golikov caía, víctima de la obstinación del absolutismo.

Nota

* Se trata del 3 de noviembre de 1904.

  1. Extractos de la introducción al libro de ‘Kirill’ (Anatoli Petrovich Berezovsky), Odinadtsat’dnei na Potëmkin ( «Recuerdos de un marino del Potemkin»), San Petersburgo, 1907 ↩︎
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L’ Internazionale — La Internacional en «Italiani brava gente».

Una emotiva y preciosa escena, en la película «Italiani brava gente», que ensalza la conciencia y solidaridad de clase, aún en los más aciagos momentos.

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Cien años: Imaginarios sobre la revolución rusa en Colombia en la década del Veinte y su impacto en la historia del país.

Este relato tiene como propósito recorrer los imaginarios que sobre la Revolución de Octubre construyeron los principales actores políticos en Colombia en los años Veinte, y cómo esos imaginarios impactaron la contienda política de esa década y siguientes. Es un decenio marcado por una creciente polarización política en donde el conflicto liberal-conservador cede su lugar central al enfrentamiento entre el establecimiento conservador y el movimiento socialista que surge con fuerza en esos años1


Mauricio Trujillo Uribe 
17 de octubre de 2017 

Contexto 
En la década del Veinte, Colombia era un país en movimiento con una economía cafetera en ascenso, importantes explotaciones de petróleo, minas de oro, carbón y sal, extensas plantaciones de banano, tabaco y cacao, obras en infraestructura vial y líneas de ferrocarril en construcción, expansión del crédito e incremento del comercio internacional, y reformas en la organización de la cosa pública (Banco de la República, Hacienda, Contraloría, Banco Agrícola y Educación). Lo anterior auspiciado en buena parte por los empréstitos externos y el pago de la “indemnización” por el rapto de Panamá.

Es un período en el que llegan al país nuevas tecnologías como la radio, el alumbrado urbano, el tranvía movido por electricidad, los primeros aviones, también de importación de maquinaria nueva para la producción y un mayor uso de carros a motor.

Todo ello propició cierto grado de migración hacia las ciudades y crecimiento urbano, y contribuyó a un proceso de industrialización y consolidación del mercado nacional. Se produjo una cierta modernización capitalista, que a su vez conllevó el nacimiento e impulso de la clase obrera y la incorporación de un número importante de mujeres al trabajo asalariado, en medio de significativos cambios en las costumbres sociales.

Es también una época muy agitada en lo social y político, caracterizada por enormes diferencias sociales e inequidades, explotación extrema en el campo, miseria y exclusión de las mayorías, ignorancia y atraso educativo, y signada por la incompetencia y la corrupción en el manejo del Estado. Panorama que hoy en día, cien años después, ha evolucionado pero sigue presente bajo otras formas y características. 

Los sucesivos gobiernos de la hegemonía conservadora reprimieron de manera sistemática las incipientes huelgas, las manifestaciones estudiantiles y los movimientos sociales en general, como también cerraban los ojos ante la coacción y abuso de los patronos, en particular de las empresa norteamericanas, pasando por encima incluso de la exigua legislación existente en materia laboral.

Es un decenio marcado por una creciente polarización y radicalización política en donde el conflicto liberal-conservador cede su lugar central al enfrentamiento entre el establecimiento conservador y el movimiento socialista que surge con fuerza en esos años. Fue un período en el que las disputas internas de los conservadores, las dificultades del partido liberal y la emergencia del socialismo, dieron nuevos y trascendentales giros al panorama político nacional.

En el campo internacional, la Primera Guerra Mundial, 1914 a 1918, constituyó un hecho trascendental que introdujo nuevos referentes al país y a la clase dirigente, posicionando a Estados Unidos como nuestro “socio mayor” en las relaciones de mercado y como nuestro interlocutor «soberano» en lo político.

Los conservadores y la defensa de la civilización cristiana
Los años Veinte comienzan siendo presidente Marco Fidel Suárez, 1918 a 1921. Colombia vivía bajo la hegemonía conservadora desde 1885 en donde la censura de prensa y la restricción a los derechos individuales eran pan cotidiano.

La prevención a las ideas emancipadoras en Colombia fue incubada en el siglo XIX como rechazo a las reformas liberales y al socialismo romántico que alcanzó cierta repercusión con las revoluciones europeas de 1848 y los ecos locales de la comuna de Paris de 1871. La aparición de la “cuestión social” a comienzos del siglo XX unida al emergente movimiento obrero, había puesto en alerta a las élites conservadoras.

Las noticias sobre la revolución rusa de octubre de 1917, significaron entonces un gran desafío para el gobierno y la iglesia católica. En particular, las alarmas por posibles movimientos bolcheviques en Suramérica se prendieron luego de los sucesos del Trienio Rojo en Buenos Aires en 1919. “La Rusia de los remotos Urales y de la Siberia desolada, duerme en el Altiplano andino, pero vive y despertará (…) Cuidado que ya está abierta la matrícula en nuestra escuela de soviets y los alumnos progresan” [1] escribía en 1920 el expresidente conservador republicano Carlos E. Restrepo refiriéndose al riesgo de las ideas bolcheviques en Colombia.

En efecto, la revolución rusa agregaría un nuevo elemento que pronto convertiría el temor del establecimiento en paranoia. Aunque la formación del primer partido socialista en 1919 había preocupado a conservadores y liberales, para unos y otros se trataba de un grupo de carácter exótico, y efímero, frente a la realidad nacional. Pero en el período del presidente Pedro Nel Ospina, 1922 a 1926, toma inusitada fuerza el debate sobre las reivindicaciones sociales bajo el prisma de los sucesos de Rusia. El gobierno, las élites conservadoras y los medios de comunicación se refieren con creciente inquietud a las ideas socialistas y comunistas como “ideas peligrosas”, y sus señalamientos van acompañados de graves y conflictivas noticias, encaminadas a propiciar miedo sobre la Rusia de Lenin y las medidas contra la propiedad y la religión.

Esta percepción de riesgo para el establecimiento y el orden establecido se acentuó a partir de 1926 con la aparición del Partido Socialista Revolucionario, año en que fue elegido el político conservador Abadía Méndez para el período presidencial 1926-1930, siendo el único candidato en contienda. Su gobierno acoge la teoría de la “guerra interior” desarrollada por la escuela militar chilena de inspiración prusiana, a la que eran enviados a cursos de formación algunos altos militares colombianos: “Por ese entonces, la idea de hacerse militar para defender las fronteras empezó a quedar atrás… para dar paso a la nueva mentalidad, acorde con la convulsionada situación colombiana… y no pocos oficiales estaban en esa línea de cambio, entre ellos el Ministro de Guerra Ignacio Rengifo” [2].

“Aquellas manifestaciones colectivas, efecto deplorable de la criminal propagación de tan monstruosas ideas, casi siempre bullangueras, rayanas en asonadas, en tumulto y aun en sedición, […] con el fin o con el pretexto de hacer exigencias o de imponer condiciones a los patronos de las empresas públicas o particulares […] en la mayor parte de los casos no pueden llamarse huelgas ni ser consideradas como tales en la acepción legal de ese vocablo, sino como verdaderos movimientos o actitudes subversivas y de carácter revolucionario” [3], decía ese mismo ministro refiriéndose a las ideas socialistas y comunistas, quien nombra al general Carlos Cortés Vargas,  que luego dirigirá la Masacre de las Bananeras el 06 de diciembre de 1928.

En 1927 la tensión aumentó considerablemente, el gobierno condena y alerta sobre la movilización obrera y social “azuzada por la propaganda bolchevique” [4] y en los círculos de poder va ganando espacio la idea de que el desafío que había representado el liberalismo para el establecimiento conservador, cuyo punto más álgido fue la “Guerra de los mil días” a comienzos de siglo, era ahora desplazado por el socialismo, a tal punto que un editorial del diario El Nuevo Tiempo, el más influyente periódico conservador de la época, describe la situación de esta manera:

“Acostumbrados los conservadores a ver en el liberalismo el único enemigo del régimen actual, hemos olvidado escrutar el horizonte político para descubrir que el antiguo adversario ya no existe y que de sus cenizas ha surgido otro rival joven y poderoso, armado de nuevas armas y listo para librar combates que –si no abrimos el ojo- fácilmente pueden dar en tierra con ese régimen de libertad dentro del orden, y de progreso dentro de la tradición, que hemos establecido a costa de tantos sacrificios. Cuando menos lo hemos pensado, el comunismo ha hecho su irrupción violenta en la república presentándose como el verdadero enemigo de las instituciones cristianas (…) “EL COMUNISMO HE AHÍ EL ENEMIGO” debería de ser el santo y seña de los conservadores colombianos en esta hora solemne” [5].

Cualquier parecido con el discurso de la derecha radical y la extrema derecha en Colombia, cobijada bajo el nombre genérico de «uribismo», frente a los acuerdos de paz, en estas primeras décadas del siglo XXI, no es pura coincidencia.

Al tiempo que la agitación social se extendía en el país, los llamamientos anticomunistas eran más directos. Frente a la huelga de los obreros petroleros de la Tropical Oil Company en Barrancabermeja en enero de 1927, la prensa conservadora decía: “Es necesario intervenir enérgicamente para acabar con esas huelgas que hacen cada seis meses los que con la bandera soviética explotan al pueblo” [6].

De la misma forma en ese año algunos articulistas ponían al comunismo como el enemigo principal y llamaban a conservadores y liberales a unirse sin distingos: “Para cooperar en esta verdadera obra de defensa social no es necesario ser conservador o liberal: basta con amar a la república y la libertad, que quedan amenazadas de muerte si el comunismo llega a prosperar. Es la necesidad apremiante que todos los buenos ciudadanos, los sostenedores del orden social contra las tendencias disolventes de espíritus extraviados, los amigos de la paz pública y partidarios del derecho de la propiedad privada, (…) la familia, se unan para presentar un frente único que haga fracasar los planes siniestros de quienes aspiran a introducir en Colombia las prácticas sanguinarias que arruinaron a Rusia y la convirtieron en el escarnio de la humanidad” [7].

Por su parte, la iglesia católica fue soporte esencial de la política de los gobiernos conservadores contra las ideas socialistas y comunistas que anunciaban el derrumbe del mundo tradicional. Inició una batalla contra la prensa artesanal, liberal y socialista, y desde temprano despliega una campaña de excomunión para aquellos que en los diarios expresaran críticas a la doctrina de la iglesia.

Aunque la Conferencia Episcopal Colombiana de 1927 reitera los principios sociales de la encíclica Rerum Novarum promulgada en 1891 por León XIII frente a la situación de miseria humana y explotación inhumana de los obreros y las clases trabajadoras, a su vez declara: “Reprobamos y condenamos los errores propalados y sostenidos de diversas formas por socialistas y comunistas”.  

Se exhorta a los obreros a “Respetar a sus patronos conforme el cuarto mandamiento de la ley de Dios, y cumplir en conciencia las obligaciones a que se hayan comprometido por contrato expreso y tácito; que no se dejen seducir de los muchos errores que difunden hoy los socialistas y comunistas, especialmente contra el derechos de propiedad, haciendo creer al pueblo que pueden adueñarse de lo ajeno por vías de hecho u otro medios ilícitos” [8].

El contrapunto de la iglesia con las ideas socialistas en Colombia se vio claramente expresado con la publicación en 1928 del folleto Frente al comunismo del presbítero Carlos Alberto Lleras Acosta [9], como respuesta a Tomás Uribe Márquez, cofundador y secretario general del Partido Socialista Revolucionario -PSR, quien explicaba los propósitos centrales del socialismo [10].

En este ambiente sicológico, el nuevo ciclo de conflictividad obrera llevó a Abadía Méndez a solicitar al Congreso de la República medidas “extraordinarias”: en octubre de 1928 se expide la “Ley Heroica” para impedir que la ola huelguista creciera y “evitar la expansión de las ideas socialistas, comunistas y anarquistas”. A su vez, Ignacio Rengifo alerta sobre un plan insurreccional dirigido por el PSR y la prensa conservadora afirma que el plan dirigido por los “representantes bolcheviques” es inminente [11].

El gobierno reprime entonces las actividades sindicales y socialistas, como ocurrió con la Huelga de las Bananeras en noviembre de 1928 y el encarcelamiento y consejos de guerra de los principales líderes del PSR en 1929, que en su momento fueron defendidos por el joven abogado Jorge Eliécer Gaitán. Esta ley, que posteriormente inspiraría en buena parte el Estatuto de Seguridad del presidente Turbay Ayala a finales de los años 70, restringía aún más la libertad de prensa y las libertades políticas y ciudadanas, ilegalizaba el socialismo, autorizaba las cortes marciales a civiles y perseguía cualquier manifestación de protesta o que atentara contra el orden público.

La disyuntiva sobre cómo resolver la “cuestión social” a través de cambios graduales que no alterasen el orden ni los privilegios, de un lado, y la aplicación de medidas de fuerza que suprimieran los movimientos de protesta, del otro, acompañó a los conservadores durante toda la década, primando de lejos ésta última opción sobre la primera. La agitación sindical y social que alcanzó proporciones nunca vistas antes en Colombia, junto con la profusa circulación de impresos “rojos” y la multiplicación de grupos de estudio, comités y asambleas de vocación socialista, produjeron la reacción atemorizada de las élites, que vieron en el intelectual, el obrero, el trabajador, el campesino, el indígena, en fin, en el ciudadano que protestaba y se movilizaba, un enemigo de la sociedad.

Liberales ante la revolución rusa
Mientras los conservadores concordaban en la defensa de la tradición, el liberalismo se dividió nuevamente, acentuando su debilidad. De un lado, un sector partidario de no romper totalmente con el régimen conservador consideró necesario mantener una postura intermedia frente a la polarización que caracterizaba el enfrentamiento entre aquel y los socialistas. De otro lado, destacados dirigentes liberales liderados por el General Benjamín Herrera cuestionaban esta política por considerar que llevaba a la parálisis del partido.

Numerosos espíritus juveniles y algunos miembros históricos del partido se inclinaron entonces hacia el socialismo. Desde 1921 el joven boyacense liberal José Vicente Combariza (José Mar), en sus artículos y editoriales en El Espectador muestra sus simpatías por Lenin y la Revolución Rusa, que compartía con su amigo y poeta Luis Tejada [12]. La tesis de grado de Jorge Eliécer Gaitán en 1924 titulada las “Ideas socialistas en Colombia” evidencia también la atracción que en ese momento ejercían las ideas socialistas en los jóvenes liberales.

Baldomero Sanín Cano, una de las figuras más representativas de la tradición liberal en términos filosóficos, anunciaba en 1924 sus acercamiento al ideario socialista y decía sobre la revolución rusa que ésta había sido el único esfuerzo por “salvar la civilización” después de la primera guerra mundial y afirmaba “Sólo ese pueblo parece tener hoy en el mundo una verdadera visión del porvenir” [13].

El acenso del socialismo percató entonces al liberalismo de la necesidad de su transformación interna. La candidatura liberal de Benjamín Herrera en 1922 era favorable a la inclusión de algunas ideas socialistas en la agenda del liberalismo, y contó con el respaldo en las urnas del primer Partido Socialista fundado en 1919.

En efecto, durante las convenciones liberales celebradas en Ibagué en 1922 y en Medellín en 1924, el Partido Liberal incorporó varias tesis del programa socialista. Cabe destacar que algunos historiadores consideran que ello estuvo más relacionado con no perder la masa electoral que migraba hacia las toldas del socialismo [14].

Sin embargo, a partir de 1925 esta situación cambió pues la conflictividad obrera y social sobrepasó en gran parte las propuestas del liberalismo y un significativo contingente de jóvenes de tradición liberal asume posturas por el socialismo. Es el caso de Felipe Lleras: luego de dirigir la revista Los Nuevos, ingresa al PSR sin renunciar a sus vínculos con el liberalismo y en 1927 crea el diario Ruy Blas que se constituye en el vocero socialista del liberalismo radical.

A mediados de 1928 un grupo de jóvenes universitarios que pertenecía al partido liberal firmó un manifestó de unidad y adhesión al PSR. Y en el mes de septiembre aparece la Página de la Juventud Socialista del diario liberal El Nacional, que expresa la simpatía de los jóvenes por la revolución rusa [15].

En un editorial elaborado para esa página en 1928, Roberto García-Peña caracterizaba la situación actual del país y las leyes contra las libertades públicas como una situación similar a la que vivía Rusia con el Zarismo, y como el pueblo debía prepararse para la futura insurrección [16]. Y Alfonso López Pumarejo en una carta pública termina diciendo: “Uribe Márquez, Torres Giraldo y María Cano adelantan la organización de un nuevo partido político, que lleva trazas de poner en jaque al régimen conservador” [17].

En abril de 1928, cuando en el país ya se hablaba de los socialistas por doquier, un importante miembro de la Generación del Centenario, Armado Solano, confirma su salida del partido liberal y su ingreso al PSR. Justificaba su decisión diciendo “El socialismo procura hoy la realización de la tesis y de los anhelos que el liberalismo encarnaba y defendió en los campos de la polémica y de la muerte”. Poco después, el rechazo a la Ley Heroica en 1928, la política petrolera del gobierno y el aumento de la conflictividad sindical, llevaron a un grupo de liberales a respaldar las propuestas del PSR.

Muchos de estos liberales se inclinaron por el socialismo identificándose con una noción de justicia e igualdad que encontraban en su imaginario sobre la Revolución Rusa. Ello no significaba su adhesión a todos los componentes de la revolución rusa y en no pocos casos su viraje obedecía más a la crisis del liberalismo y a la imposibilidad del partido de encarar los desafíos de la nación. Fue un período en que el liberalismo tomó banderas socialistas y vio también a un cierto número de los suyos pasar al movimiento socialista.

La revolución rusa un nuevo horizonte para los socialistas
En esta década los socialistas desarrollan por primera vez una intensa actividad proselitista con marcado acento anti-capitalista y anti-imperialista, multiplicando los círculos de estudio, promoviendo la organización obrera y popular, y organizándose en partido. Al lado de la confrontación liberal-conservador que había caracterizado la historia política colombiana desde el siglo anterior, irrumpe y se desarrolla el enfrentamiento entre el establecimiento conservador y los socialistas, alcanzando lugar principal durante varios años.

La revolución rusa abrió a los socialistas colombianos un nuevo horizonte de esperanzas, expectativas e interrogantes. A su vez, promovió en los círculos socialistas la lectura de los textos de Marx y otros teóricos revolucionarios, antes reservada a unos pocos intelectuales. Las noticias llegaban a través de cables, prensa, folletos y libros, y de algunos pocos que tenían la oportunidad de viajar a Europa. La idealización, rayana en la sublimación, sobre lo que ocurría en Rusia, ignorando o desconociendo la realidad del régimen autoritario que allí se estaba incubando, que más tarde llegaría al terrorismo de Estado bajo Stalin, se puso al orden del día.    

Los imaginarios sobre la experiencia bolchevique modificaron la visión (y el lenguaje) de los socialistas acerca del modelo de sociedad que querían alcanzar, en un período en el que “se agudizaron las luchas campesinas e indígenas por la toma de tierras; tuvieron auge las primeras organizaciones sindicales; estallaron las huelgas como formas novedosas de lucha y sobrevino el desarrollo de acontecimientos que jalonarían muchas luchas futuras” [18].

Frente a la ausencia de diálogo del gobierno, la represión brutal de la policía y el ejército, la intransigencia de las élites y la inmovilidad del establecimiento, esos imaginarios sobre el proceso revolucionario ruso también modificaron su estrategia de lucha. En un tiempo relativamente corto, el proyecto insurreccional va tomando cuerpo en las cabezas de la dirigencia socialista. Algo similar sucedió a finales de los años 60 y 70 del siglo XX con la lectura que hicimos algunos grupos y activistas de izquierda sobre las revoluciones cubana y china, la guerra del Vietnam y la gesta del Ché Guevara, entre otros factores, influyendo en nuestra visión de la sociedad y los posibles caminos del cambio, llevándonos a buscar alternativas por la vía rebelde.

Sin embargo todo aquello en la década del Veinte no fue lineal, se trató de un proceso marcado por intensos debates y fuertes tensiones que se inicia con la formación del Partido Socialista en 1919, pasa por la creación del Partido Socialista Revolucionario en 1926 y culmina con constitución del Partido Comunista en 1930.

Inicialmente, algunos intelectuales y un sector de trabajadores de Bogotá constituyen el primer partido socialista, independiente de los dos partidos tradicionales, toman las banderas “libertad, igualdad y fraternidad” y plantean la reforma del Estado [19]. Pero en el II congreso del partido socialista realizado en 1921 en Bogotá, un grupo propuso la afiliación de la organización a la III Internacional Comunista, lo cual desató las críticas de los moderados agrupados en el Sindicato Central Obrero de Bogotá [20]. En una carta enviada al diario La República, éstos señalaban que la invasión de libros extranjeros de naturaleza anarquista “bolchevista” y las noticias del triunfo de la revolución rusa, habían producido “una verdadera indigestión de ideas” en algunos militantes [21].

En la conferencia socialista de 1924 se avivaron nuevamente los debates entre, de un lado, la generación de socialistas que emprendieron los primeros esfuerzos por dotar al movimiento obrero de una organización sindical y un partido (que hoy podríamos caracterizar como reformista-revolucionario), y del otro, los jóvenes socialistas radicales, en su mayoría estudiantes universitarios, imbuidos y admirativos de la experiencia de la revolución rusa. Ello dio paso a la disolución del primer partido socialista de Colombia.

En el congreso de la Confederación Obrera Nacional (CON) en noviembre de 1926 que dio como resultado la creación poco después del PSR, se discute sobre el grado de asimilación de la experiencia soviética a la realidad colombiana, el sentido de la internacional comunista (ver a los diferentes partidos nacionales como miembros de un sólo partido mundial) y el carácter y la denominación que debía adquirir el nuevo partido.

El sector liderado por Juan de Dios Romero director del periódico El Socialista y Erasmo Valencia director de Claridad no logró que la nueva organización se llamara Partido Comunista. “Aquello era un impedimento muy grande –decía Carlos Cuéllar Jiménez- los socialistas necesitaban un partido ligado a mucha gente y el nombre comunista asustaba” [22].

La mayoría de los delegados liderados por Tomás Uribe Márquez, María Cano Márquez, Raúl Eduardo Mahecha y otros destacados dirigentes, se identificaban con el Programa del Partido Socialista [23] redactado por el Francisco de Heredia Márquez, que recogía la bandera de los “tres ochos” (8 horas de trabajo, 8 horas de estudio y 8 de descanso) y también planteaba “el ideal es la sociedad comunista” pero tomaba abierta distancia sobre el carácter de la dictadura del proletariado y la aceptación a priori de todos los puntos de la “Internacional de Moscú”, la cual, decían ellos, desconocía la realidad colombiana.

Esta división en el seno de los socialistas se acentuó a finales de 1928 cuando en medio del clima de represión de la Ley Heroica se constituye un Comité de Acción integrado por socialistas y liberales que buscaba, según lo anunciaba la dirección del PSR, unir en una especie de frente único a todas las fuerzas “que se sientan amenazadas con la expedición de la ley liberticida” [24].

En esta ocasión Romero y Valencia delimitan nuevamente campos al oponerse a esa alianza argumentando: “Nosotros nada tenemos que ver con el partido socialista revolucionario de Colombia, porque no somos conservadores, ni liberales, y porque somos partidarios de la revolución social, de la dictadura del proletariado y de la abolición de la propiedad privada (…)” [25]. Este mismo tipo de comportamiento se repetiría en 1948 cuando los dirigentes del partido comunista colombiano se opusieron a las propuestas de Jorge Eliécer Gaitán.

Sin embargo, en la medida en que el ambiente político del país se polarizaba y el gobierno de Abadía Méndez perdía legitimidad luego de la masacre de las bananeras, los dramáticos sucesos del 8 y 9 de junio de 1929 a raíz del movimiento estudiantil, la persecución y cárcel de los dirigentes del PSR, junto con su fuerte desgaste por los problemas económicos y de corrupción, un importante grupo de miembros del partido se va decantando por la necesidad de constituir una organización que se ajustara a las directrices de la Internacional Comunista.

El momento culminante de ese proceso se da en el congreso ampliado del PSR a mediados de 1930 en el que se aprueba la creación del Partido Comunista. La Internacional Comunista exigía partidos monolíticos, marxistas-leninistas, conducidos por la clase obrera, mientras que el PSR era otro tipo de partido.

Esta transformación del proyecto político inicial llevó a un sector de socialistas a retirarse de la vida política y sindical, otro ingresó o regresó al liberalismo, el cual ganó en ese mismo año las elecciones con Olaya Herrera poniendo fin a 45 años de hegemonía conservadora, y otro más siguió su lucha desde las filas del partido comunista.

Impacto de estos imaginarios
Las representaciones que construyeron sobre la revolución rusa los principales actores políticos de los años veinte tuvieron fuertes implicaciones en el curso de la vida nacional de la época y de las décadas siguientes. En la medida en que las movilizaciones de protesta social, los paros de trabajadores y las huelgas de obreros se multiplicaban en el país, unos y otros tomaban como referente las noticias de la revolución bolchevique, actuando en consecuencia en uno u otro sentido.

Los imaginarios sobre la revolución rusa polarizaron a los actores políticos en contienda, las posturas políticas se fueron moviendo en un proceso de creciente radicalización. Fue una época vertiginosa en la que los conservadores acentuaron mucho más su autoritarismo, la juventud y no pocos intelectuales del partido liberal se inclinaron hacia el socialismo democrático (léase socialdemocracia) y los socialistas adoptaron el programa comunista.

La represión y violencia oficial, justificada por la política del miedo (parecido a lo que ocurre hoy con la propaganda del “castro-chavismo”), fueron los vectores de la estrategia de la hegemonía conservadora; a su vez, el deslumbramiento frente a la revolución rusa y la adhesión a las tesis de la Internacional Comunista condujo a los socialistas, ahora comunistas, a un camino infructuoso; y el espejo de la revolución rusa llevó en cierta forma al partido liberal a levantar banderas reformistas que desembocarían en la elección de López Pumarejo como presidente de 1934 a 1938.

La cultura política que produjo los años Veinte sobre la forma de ver al adversario político y relacionarse con él, ya no en el marco del enfrentamiento liberal-conservador sino en la confrontación de un nuevo tipo, ahora entre «comunismo y anti-comunismo», se proyectó en el manejo de la protesta social en las siguientes décadas y en el tratamiento del conflicto interno que se inicia en los años 60. Cultura política de la intransigencia y la pendencia que habita todavía en buena parte en la sociedad colombiana, pero que afortunadamente está cambiando para bien del país y de las generaciones venideras.

Mauricio Trujillo Uribe
17 de octubre de 2017

Agradecimientos
A María Tila Uribe, mi madre, y Edgar Andrés Caro Peralta, por sus aportes.

Fuentes consultadas
[1] “Escuela de Soviets”, El Diario Republicano. [Manizales] feb, 21. 1920.

[2] María Tila Uribe. Los años escondidos. Sueños y Rebeldías en la década del veinte, Ed. Átropos, 2007, 210.

[3] César Miguel Torres del Rio. Colombia Siglo XX, Grupo Editorial Norma, 2010.

[4] “Propaganda bolchevique”, El Nuevo Tiempo, [Bogotá] ene, 5. 1927.

[5] “Ante los peligros del comunismo” El Nuevo Tiempo, [Bogotá] feb, 13. 1927.

[6] El Nuevo Tiempo, [Bogotá] ene, 13. 1927.

[7] “El Comunismo”, El Nuevo Tiempo, [Bogotá] feb, 20. 1927.

[8] Conferencias Episcopales de Colombia. Desde 1908 hasta 1930. Imprenta de la Compañía de Jesús, 1931.

[9] “Frente al comunismo” Unión Colombiana Obrera [Bogotá] oct. 6, 1928. 3.

[10] Tomas Uribe Márquez. Rebeldía y Acción. (Bogotá: Minerva, 1927). Cofundador y Secretario General del Partido Socialista Revolucionario. Siendo joven, Rafael Uribe Uribe, primo hermano de su padre y allegado a su casa, influyó en formación.

[11] “Colombia está al borde de la Revolución Social” La Defensa, [Medellín] ene, 28. 1927.

[12] Luis Tejada Cano (1898-1924) periodista y cronista.

[13] Entrevista de “Curioso Impertinente” con Baldomero Sanín Cano. El Espectador. Suplemento Literario. [Bogotá] nov. 20, 1924.

[14] Gerardo Molina. Las ideas liberales en Colombia 1915-1934. (Bogotá: Tercer Mundo, 1988) 129.

[15] Andrés Caro. Marx, marxistas y socialistas, página 115. Tesis de grado para optar al título de Maestría en Historia. Universidad Nacional de Colombia, 2017.

[16] El Nacional. Página de la Juventud Socialista, sep. 1928.

[17] El Tiempo, abril 26 de 1928.

[18] María Tila Uribe. Los años escondidos. Sueños y Rebeldías en la década del veinte, Ediciones Átropos, 2007, Introducción.

[19] Torres del Río César Miguel, Colombia Siglo XX (Grupo Editorial Norma, marzo 2015)

[20] “Congreso Socialista” Gil Blas, [Bogotá] nov. 13, 1921

[21] Julio Cuadros Caldas, Comunismo criollo y liberalismo autóctono. Tomo II (Bucaramanga: Editorial Marco A. Gómez, 1938) 68.

[22] María Tila Uribe. Los años escondidos. Sueños y Rebeldías en la década del veinte, Ed. Átropos, 2007, 129.

[23] Francisco de Heredia Márquez, Programa del Partido Socialista (Bogotá: 1925) 35-36. Primo hermano de Tomás Uribe Márquez y María Cano Márquez.

[24] “El socialismo provoca la unión de las izquierdas para oponer firme resistencia a la dictadura” Ruy Blas [Bogotá] oct. 6, 1928.

[25] “Sigue la farsa” Claridad [Bogotá] agt. 30, 1928. “Definamos posiciones” El Socialista [Bogotá] sep. 29, 1928.

Otras fuentes:
Relatos escuchados por el autor del artículo a su abuela Enriqueta Jiménez Gaitán sobre Tomás Uribe Márquez, su compañero, y a su madre, María Tila Uribe, hija de esta pareja.


Texto que sólo compromete a su autor, de libre difusión, citando la fuente, el autor y publicando fiel copia del mismo

  1. Tomado de: https://agoradeldomingo.com/cien-anos-imaginarios-sobre-la-revolucion-rusa-en-colombia/ ↩︎

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«Mosquera y sus descalzos», por Juan Leonel Giraldo.

No soy un seguidor devoto de la experiencia histórica del MOIR, y tampoco de su histórico dirigente, Francisco Mosquera; sin embargo, eso no ha significado que opte por no leerle o ignorarle, como algunos prefieren. Todo lo contrario. En este texto, en vida y letra de un compañero de militancia de «Pacho Mosquera», quedan expuestos algunos elementos para acercarse a su planteamiento político y a una de las iniciativas más particulares del MOIR: la de los «Descalzos».

El texto es tomado del libro «Solo teníamos el día y la noche», por Leonel Giraldo y Fernando Wills (2023), cuya lectura recomiendo a quien interese comprender las apuestas tácticas, e ideológico-políticas, del MOIR.

Un día de febrero de 1972 llegué con mi maleta a una oficina del séptimo piso del edificio Henry Faux. Me gustaba entrar al monumental edificio y recordar que era la obra de Santiago Esteban de la Mora, un arquitecto español que por la Guerra Civil se había exilado primero en Moscú y luego en Bogotá. La oficina era de una agremiación de agrónomos insumisos, y también la sede de un nuevo partido aún más insumiso. En las calles cercanas se erigían las fortificaciones de columnas corintias y frontispicios de mármol de los bancos más poderosos, algunos construidos por las mismas firmas de los rascacielos de Manhattan. También estaban allí la bolsa de valores, el club más aristocrático del país, una de las universidades más elitistas, el servil periódico del establecimiento, el rascacielos del mayor grupo económico, que una mañana vimos consumirse en llamas, el Palacio de la Gobernación con sus estatuas desnudas de la Paz y el Trabajo sobre la cornisa, la lúgubre iglesia de los franciscanos y, a la vuelta de la esquina, el andén donde fue acribillado Jorge Eliécer Gaitán. A unas pocas cuadras estaba la desolada plaza del poder, con el Congreso y sus palacios de la Presidencia y de Justicia, y la Alcaldía y la catedral, tiznados de mugre y de mierda de palomas y de siglos de desidia y sobornos. En todos esos sitios queríamos irrumpir, derribar las puertas y cambiar el país.

Esa mañana tenía cita con uno de los jefes de ese Partido, quien me iba a dar las instrucciones para emprender viaje en una misión especial. Un hálito de desasosiego me embargaba mientras nos divertíamos haciendo chanzas sobre nuestro cometido con otros de los militantes citados para partir hacia distintas ciudades. El Partido, para estupor de muchos, acababa de proclamar que se lanzaba a elecciones. Y yo debía ir a una ciudad adusta y oscurantista, que nunca había pisado, a buscar que la gente votara por un movimiento desconocido, cuando yo mismo ignoraba lo que era empujar un voto por el ojal de una urna.

Hacia el mediodía llegó el jefe y me dijo que deshiciera la maleta y me quedara en Bogotá. Mosquera quería que lo siguiera acompañando en la edición de nuestro periódico, un bello tabloide rojinegro que se llamaba Tribuna Roja. Un par de años atrás ya habíamos trabajado juntos en la edición de Frente de Liberación, un periódico que hacíamos con sindicatos y organizaciones de izquierda y con el abogado Diego Montaña Cuéllar.

Así se malogró mi oportunidad de haberme enlistado en las filas de la avanzada que más adelante se llamaría de Los Descalzos. Aquella primera oleada envió a ciudades y pueblos a los militantes que tuvieron la responsabilidad de realizar las primeras elecciones en las que tomó parte el MOIR. Desde ese momento nos desvivíamos por escuchar sus experiencias y la marcha de sus tareas, no sólo porque estaban llenos de la vida del pueblo sino porque en sus manos estaba el destino de nuestro movimiento.

Francisco Mosquera era un santandereano de treinta años que combinaba un ceño de hierro con una sonrisa ingeniosa. Hacía pocos años había estado en Cuba recibiendo adiestramiento guerrillero y al volver al país planteó hacer lo contrario. En lugar de lanzarse al campo a irrumpir entre los campesinos con exóticos focos guerrilleros, dijo que había que ir a las fábricas y los sindicatos a ganarse a los obreros. Fue entonces cuando escribió, en octubre de 1965, Hagamos del MOEC un auténtico partido marxista-leninista2. Siete años después, cuando la mayoría de la izquierda presuponía que una cualidad revolucionaria era el abstencionismo, llamó al MOIR a participar en elecciones. Publicó entonces su llamado Vamos a la lucha electoral, en enero de 1972. Pocos años más adelante, atendiendo a un proyecto al comienzo abierto, pero después claramente clandestino, extendió el traslado de cuadros al campo y las aldeas.

Desde su llamamiento de 1972, Mosquera había advertido que «Los comunistas vamos a las elecciones no a crear ilusiones electorales a las masas, vamos a lo contrario: a destruir estas ilusiones, a lograr que las masas por su propia experiencia comprendan que ese no es el camino que conduce a la liberación». Y volvió a reiterarlo: «Nosotros no estábamos dispuestos por ningún motivo a que quedara flotando en el ambiente la duda de que participábamos en la batalla electoral siquiera con la remotísima esperanza de derrotar a nuestros enemigos tradicionales, no sólo por la desventajosa correlación de fuerzas, sino principalmente por el convencimiento arraigado de que jamás ganaremos el Poder en unas elecciones. En la historia de la lucha de clases no se ha dado aún el primer caso en que los opresores entreguen pacíficamente a los oprimidos las riendas de la sociedad. E inclusive el ejemplo chileno, sobre el que tanto se teorizaba diciendo que había iniciado la época de las revoluciones incruentas, el modelo viviente de la “vía electoral”, “un camino para explorar hacia el socialismo” y demás estulticias, se vino al suelo hecho trizas con el cuartelazo sanguinario de Augusto Pinochet y el sacrificio de Salvador Allende»3.

De entre tantas directrices acerca de la participación en la mojiganga electoral, recuerdo hoy en especial una tríada de sus advertencias: «Ayer predominaba el abstencionismo electoral; hoy predominan las ilusiones parlamentaristas», «Quien subordina la revolución a la democracia o a las reformas, traiciona la revolución», y «Liberales en un frente revolucionario, sí; revolucionarios en un frente liberal, no».

En una reunión regional de cuadros en Marsella, Risaralda, Mosquera no tuvo pelos en la lengua para señalar por qué se marchaba hacia el campo: «Hemos dado mil virajes y vamos a dar muchos más, porque así es la revolución. Seguramente sólo en el campo se podrá crear el ejército, es difícil, sin ser dogmático, que en la ciudad se pueda. Sin crear ejército no podemos nada». En conferencia convocada por los problemas de salud de Los Descalzos y los campesinos, en abril de 1979, volvió a referirse al asunto: «En este momento el 25 por ciento del partido está en el campo. Sin embargo, hay en el seno del partido concepciones contrarias. Por el éxodo campesino hacia las ciudades, algunos se preguntan, cómo es posible que cuando se vienen despoblando las áreas rurales nuestro partido contrariamente plantee irnos para el campo. El problema del campo, históricamente, es el de crear un ejército y hacer la guerra. Nuestra tarea de casi doce años fue la de concentrar esfuerzos en el movimiento obrero. Ahora el partido tiene ante sí el reto de su subsistencia. Si el gobierno ordena aniquilarnos, nuestra salvación está en irnos a vincular al campo. Pero no es sólo esto, es la vinculación del campesino a la lucha. Por la situación de atraso que vive Colombia, la base de nuestro desarrollo está en el campo»4.

Igual que Lenin, Mosquera catalogó la lucha electoral como una lucha no revolucionaria, lo mismo que la lucha sindical. Por supuesto, consideraba que la táctica de ir hacia el campo, hacia zonas profundas y difíciles, y ganarse al campesinado, era una medida que debía tratarse con cautela y en las más altas instancias del partido.

También existía entonces la preocupación de que el MOIR fuera visto como una copia y un apéndice de la China de Mao. Siempre que fue necesario, Mosquera, sin dejar de expresar el apoyo a la revolución china, dejó clara la independencia de su Partido. Desde su primer viaje a Pekín, le dejó saber al Partido Comunista chino que de ninguna manera el MOIR aceptaría un solo centavo de ayuda. Los chinos quedaron sorprendidos pues estaban acostumbrados a una procesión de locuaces comandantes que les prometían que en esa lejana Colombia la revolución estaba a la vuelta de la esquina. El 23 de marzo de 1976, en carta dirigida a El Tiempo y titulada «A la revolución sólo la sostiene el pueblo», Mosquera rechazó la temeraria insinuación de un editorial de ese periódico que acusó al MOIR de estar financiado por «el oro de Pekín y por la criminal industria de los secuestros». Mosquera decía allí: «Si el pueblo colombiano no apoya con sus inagotables recursos a la revolución, no habrá quien la sostenga ni financie, dentro o fuera de nuestras fronteras. Como tampoco habrá quien la contenga si se decide a hacerlo».

En otra de las conferencias Mosquera le puso límites al siempre delicado asunto del dinero: «El otro problema espinoso es lo del apoyo del gobierno. Los problemas que tiene la revolución son tan grandes que hay gente que cree que sólo se pueden sacar adelante con la ayuda oficial. Esto ya nos pasó con los agrónomos del Incora5, a quienes se les dijo que lo primero que tenían que hacer era renunciar al Incora. Yo creo que la ayuda del gobierno es un mito, tiene que ser el pueblo el que financie la revolución. Hay que combatir la teoría del apoyo oficial». Él ya había evidenciado en varios escritos que el Incora, junto con la ANUC y las empresas comunitarias, hacían parte de la reforma agraria integral maquinada en Washington y puesta en práctica por los gobiernos de Lleras Camargo y Lleras Restrepo y por otros presidentes. «La reforma agraria “integral” es realmente un negocio redondo, integral, de los monopolios yanquis por cuenta de las masas campesinas. ¿En qué consiste el negocio? En que el imperialismo yanqui financia la reforma agraria con empréstitos elevadísimos que paga la nación. Con esos dineros se compran las peores tierras de los terratenientes a los mejores precios y luego se les vende cara a los campesinos que reciben parcelas (…). A estos campesinos se les ha entregado un pedazo de tierra en condiciones arbitrarias y antidemocráticas, obligándolos a amarrarse a la tierra e hipotecándolos de por vida»6.

Aquella época de los años 60 y 70 fue, como en la magna novela sobre nuestra soledad, la irrupción de un mundo reciente, donde las cosas había que comenzar a nombrarlas de nuevo. Nunca antes en el país se había debatido tanto sobre la situación internacional, sobre la situación nacional, sobre el carácter de la sociedad colombiana, las clases que la conforman, el estado de sus fuerzas productivas, su economía, su política, y se formularon análisis, diagnósticos, soluciones, tácticas, estrategias, se señalaron los enemigos, los componentes del pueblo, sus aliados, y sobre el qué hacer y cómo hacerlo. Cada partido escogió sus profetas. El MOIR tenía los suyos, Marx, Engels, Lenin y Mao. Pero no se cansaba de repetir que su brújula fundamental era el análisis de la propia realidad colombiana. Se leía entonces mucho sobre la historia y la economía del país. No se me olvidan los artículos de Marx y Engels sobre España, el de Marx sobre Bolívar y Ponte, y también sobre Bolívar El diario de Bucaramanga de Perú de Lacroix. El libro de Puiggrós sobre La España que conquistó al Nuevo Mundo, los ensayos sobre la revolución cultural que fue la Expedición Botánica, Los Comuneros de Germán Arciniegas, las memorias de Florentino González, el clásico Industria y protección en Colombia de Luis Ospina Vásquez, el libro sobre la colonización antioqueña de James J. Parsons, Petróleo, oligarquía e imperio de Jorge Villegas, entre tantos y tantos.

Las asambleas de los sindicatos, de las universidades, de los encuentros campesinos, fueron el escenario de vehementes y enconadas polémicas entre las distintas corrientes políticas de la izquierda. En la dirección del MOIR se estudiaron y debatieron durante dos largos años el Programa General, los Estatutos y otros programas y documentos. Se discutía desde el mediodía o el comienzo de la noche hasta el amanecer. En los ceniceros se desbordaban las colillas de los cigarrillos y en las cafeteras borboteaba el brebaje que nos ayudaba a guardar vela y que llamábamos «café café». A veces hubo que llamar traductores de varios idiomas para comparar las distintas versiones de las palabras de los profetas y finalizar una puntillosa discusión. Los librescos oponentes de Mosquera, sus compañeros en la dirección del partido, trataban de sepultarlo bajo un alud de citas. En la misma reunión de Marsella se refirió a este asunto: «La cita es relativa y la realidad absoluta. Sin conclusiones generales y particulares no se puede actuar. La validez de las citas depende del problema que se quiere resolver. Por eso es tan importante estudiar para resolver problemas».

Le gustaba mucho citar una frase de Lenin de Las tesis de abril, en la cual Lenin a su vez citaba el Fausto de Goethe: «El marxista debe tener en cuenta la vida misma, los hechos exactos de la realidad, y no continuar aferrándose a la teoría del ayer, que, como toda teoría, únicamente traza, en el mejor de los casos, lo fundamental, lo general, y sólo de un modo aproximado abarca toda la complejidad de la vida. “La teoría es gris, amigo mío, pero el árbol de la vida es eternamente verde”».

Escudriñando «los hechos exactos de la realidad», Mosquera procuraba hablar con la gente que más sabía de los temas que le urgían, lo mismo fuera un obrero que un burgués. Con encaminada disciplina rumiaba una diaria ración de lectura de periódicos y revistas, que recortaba, subrayaba y clasificaba. De esa indagación no se escapaban ni las publicaciones gremiales ni Los Anales del Congreso, La Gaceta del Congreso y El Diario Oficial. Asombraba cómo conseguía, a veces en periódicos que no eran de Bogotá, declaraciones de políticos y empresarios que desnudaban sus reales pretensiones contra el país.

A la par con las actividades prácticas de la política, en el MOIR nunca se dejó de estudiar. Por eso para Mosquera Tribuna Roja era más que un periódico. A él le gustaba definirlo como una de las herramientas fundamentales del Partido, y la forjó y la empuñó como su arma preferida, tanto para las batallas en el país político como para la lucha interna dentro del MOIR. Robert Service, biógrafo de Lenin, escribió por ejemplo que Iskra más que un periódico era un aparato en forma de periódico, diseñado para funcionar en lugar del Comité Central.

Desde finales de los años 60, el MOIR venía participando en la discusión de grandes temas de la revolución. El MOEC, fundado en enero de 1960, había sido la primera organización en América Latina en lanzarse al campo a tratar de crear un grupo guerrillero, después de la revolución del Movimiento 26 de Julio en Cuba en 1959. Malentendiendo la hazaña de los rebeldes cubanos, que contaron con la decidida solidaridad de su pueblo, centenares de románticos y heroicos jóvenes se habían ido a las montañas empuñando un fusil, en la esperanza de redimir a sus pueblos. Los campesinos los vieron llegar como a marcianos y uno a uno fueron sacrificados o desterrados. En Colombia cayeron Antonio Larrota, Federico Arango, Francisco Garnica, Pedro Vásquez Rendón, Camilo Torres y muchos otros. Esta aventura fue ensalzada por intelectuales franceses como la Teoría del Foquismo, y hasta el más grande de todos los comandantes, Ernesto Che Guevara, fue víctima de sus fatídicas trampas.

El profundo debate que Mosquera planteó con la dirigencia de la revolución cubana sobre las tácticas de la revolución, prosiguió cuando se esparcieron por el mundo los ecos de la polémica chino-soviética7. Cuba se alineó con los jerarcas del Kremlin y el MOIR con Mao. «Esta polémica desempolvó y puso al orden del día todas las cuestiones de principio de la ideología y la política proletarias», dijo Mosquera8.

Eran años propicios, pero Mosquera nos previno de desafiantes dificultades propias que podrían torcer nuestro camino. Recuerdo sobre todo tres: la de que en Colombia echó primero raíces el revisionismo que el marxismo-leninismo, la persistencia de las tendencias de la pequeña burguesía tanto afuera como dentro del MOIR, y que el proletariado colombiano no había podido construir su partido auténticamente comunista, en especial por ser este un país neocolonial y atrasado con escaso desarrollo industrial que no ha permitido la aparición de una clase obrera desarrollada y fuerte.

Algunos se preguntan porqué estos jóvenes, cuyos testimonios recoge este libro, abandonaron sus estudios y su vida cómoda en la ciudad para desplazarse ciegamente a sufrir los rigores y penalidades del campo. Hay que recordar que fue apenas unos pocos años atrás cuando miles de jóvenes se internaron desguarnecidos en las montañas y en las barriadas de muchos países de América Latina, con un fusil en el hombro, persuadidos del patriótico y heroico ideal de liberar a sus países del yugo yanqui. Algunos de los cuadros del MOIR estuvieron cerca o simpatizaron con aquella gesta solitaria. Con Mosquera a la cabeza, aprendieron la lección, y no quisieron repetirla.

¿Ciegamente? Hummm… Pocas veces en la historia del país se ha ganado la militancia en un partido con tantas largas veladas estudiando y discutiendo principios y documentos. Ningún militante del MOIR podía pretextar que no sabía a dónde se había metido y a qué. Y menos aquellos que tenían dudas o diferencias. Estos eran unos de los más enterados sobre los cimientos ideológicos y programáticos, precisamente porque querían cambiarlos.

Después de ir a las fábricas y sindicatos a enrolar obreros en el Partido, después de ir a elecciones a buscar aliados y propagar el programa del Partido, después de atizar la lucha interna dentro del Partido, después de forjar Tribuna Roja como arma política del partido, para Mosquera la niña de sus ojos se volvió la política de los pies descalzos. «Ellos son la vanguardia del partido, y los obreros su retaguardia», dijo en una de las conferencias nacionales. Declaró que la subsistencia y el futuro del MOIR estaba en manos de Los Descalzos. Organizó varias conferencias sólo para estudiar sus problemas de salud y los de los campesinos. De ellas salieron recomendaciones como que se pusieran las vacunas básicas, que se aclimataran en los lugares a los que llegaban, y que se escribiera una cartilla a partir de sus experiencias de salud.

Preocupado por lo incomunicados y alejados que estaban Los Descalzos, propuso que se les mantuviera informados de todo, en especial de la lucha interna. Decía que en el MOIR no se era partidario de hablar mal de la gente o de ponerle etiquetas, pero que no se podía hacer política sin hablar mal de la gente y ponerle etiquetas. «Exigir que no se pongan etiquetas es exigir que no se juzgue. Es un derecho democrático juzgar a los dirigentes. Qué camino coge un descalzo al que no se le permite conocer a los dirigentes y juzgarlos. Yo no militaría en un Partido que prohibiera esto», dijo.

Fiel a su criterio de dejar que la práctica definiera las pautas, no abrumó a Los Descalzos con una aherrojada hoja de ruta. Más bien se desvivía por escuchar sus peripecias.

Algunas de sus recomendaciones fueron:

• Ganarse primero el corazón de las masas y después la mente.

• Vincularse a la producción. El recién llegado que no trabaja se hace sospechoso a los ojos de la población.

• Tener mucha paciencia en todas las tareas. No por mucho madrugar amanece más temprano.

• Buscar el apoyo del Zótico9 de la región.

• No entrar en conflicto con el pueblo por asuntos religiosos, supersticiones o costumbres.

• No exponerse ni desafiar abiertamente al enemigo.

• Las masas deben saber que es el MOIR el que las ayuda y hay que desacreditar al gobierno.

• No mirar con desdén a los teguas, curanderos, comadronas y rezanderos, trabajar hombro a hombro con ellos. Y aliarse con los médicos profesionales, por más codiciosos que sean: ellos no son el blanco principal y nos pueden boicotear. Hay que evitar dar batallas decisivas.

• Combatir la teoría del apoyo oficial. No se puede hacer la revolución montado en el carro de la burguesía. Tiene que ser el pueblo el que la financie.

• No acostarse sin aprender algo nuevo. Hay que ser capaz de explicar cualquier problema que las masas quieran resolver. De aquí parte el criterio del estudio. Es pésimo estilo despachar los problemas sin dar una explicación a profundidad.

Desde antes que las FARC y escuadrones armados comenzaran a asesinar a Los Descalzos, Mosquera venía exhortándolos a ellos y a los regionales para que abandonaran las zonas en donde se encontraban. Sin embargo, entre 1985 y 1987, cuatro veces le tocó escribir repudiando el asesinato a mansalva de Luis Eduardo Rolón, Rául Ramírez y Aidée Osorio. Fueron sus únicos textos públicos acerca de Los Descalzos, junto con Diez pautas sobre cooperativas campesinas. Otras decenas más de militantes y amigos fueron torturados y rematados de manera inerme, como Óscar Restrepo y Clemente y Luis Ávila. La violencia justificada como nacida de la miseria se enseñoreó de campo y aldeas. El secuestro, la extorsión, la voladura de medios productivos y el asesinato fueron enarbolados como armas revolucionarias. La mayoría de Los Descalzos se vio obligada a abandonar las regiones campesinas. Unos pocos pudieron resistir y permanecer en pueblos y ciudades.

En 1993, en su último discurso, pronunciado antes de morir el 1º de agosto de 1994, dijo Mosquera que «El mundo había sufrido una transformación profunda, de esas que de vez en cuando nos depara la historia. Tres alteraciones sucesivas ocurrieron: primero, la tergiversación del socialismo; segundo, la caída del imperio ruso, y tercero, el resurgir de la hegemonía norteamericana. Acaecimientos llamados a modificarle la faz al planeta y a influir en la vida de cada persona». Advertido de esta nueva situación del mundo, y del pandemónium y miseria que padecía el país, Mosquera estaba trabajando en darle otro viraje al MOIR y en volver a encender la revuelta de la lucha interna. A pesar de sus sombríos presentimientos y fatigas, tuvo ánimo para escribir una frase de aliento: «En presencia de un enemigo común, lenguaje común y lucha común. A medida que el imperialismo alarga sus tentáculos se debilita afuera y adentro. Su derrumbe será inevitable; ayudémoslo a que su desaparición sea rápida. Pese a los obvios apremios la situación actual es excelente». Y enseguida, en medio de una soledad aplastante, abatido pero no aniquilado, aspergeó la última frase de su vida: «Yo les aconsejaría que no pierdan la marea alta», y nos dejó en vilo, a falta de unas cuantas más de sus palabras.

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2 Se trataba del Movimiento Obrero-Estudiantil-Campesino, en el cual militó Mosquera hasta la fundación del MOIR en 1969.

3 «Una posición consecuentemente unitaria», Tribuna Roja No 16, septiembre 12 de 1975.

4 Mosquera escribió en la Introducción a su libro Unidad y combate: «El proletariado ocupa la posición dirigente de la revolución colombiana. Con todo, los campesinos siguen siendo la fuerza principal de la revolución (…) la revolución agraria campesina es parte fundamental e indisoluble de la revolución liberadora nacional». Esa revolución agraria confiscará la tierra de los terratenientes y la titulará gratuitamente a los campesinos que la trabajen, a título de propiedad individual, no como propiedad comunal, como lo hizo el Incora con sus empresas comunitarias.

5 Instituto Colombiano de la Reforma Agraria, creado en 1961 por la ley 135 del presidente Alberto Lleras Camargo, aplicando el Plan de la Alianza para el Progreso lanzado por el presidente John Kennedy y refrendado en la Conferencia de Punta del Este de agosto de 1961 para tratar de contener la lucha antiimperialista en América Latina, sobre todo después del triunfo de la revolución cubana el 1º de enero de 1959.

6 Francisco Mosquera, «En Colombia echó primero raíces el revisionismo que el marxismo-leninismo», en Tribuna Roja No. 6, 21 de marzo de 1972.

7 Desde 1957 el Partido Comunista de la Unión Soviética, PCUS, comenzó a tomar medidas contra la República Popular China y sus dirigentes y a descalificar sus políticas. Mao y el Partido Comunista de China iniciaron entonces una intensa polémica contra el PCUS. Lo acusaron de traicionar la revolución de Lenin y el marxismo, de cambiar la dictadura del proletariado por una dictadura de burócratas aburguesados, de desarmar a los obreros y a los pueblos con su teoría de la coexistencia pacífica y de la transición pacífica al socialismo, de abolir la lucha contra el imperialismo y el colonialismo y las guerras de liberación nacional, de tergiversar la obra de Stalin y apoyar el falso comunismo de Jruschov. El libro Polémica acerca de la línea general del movimiento comunista internacional, publicado por Ediciones en Lenguas Extranjeras de Pekín en 1965, recoge, aunque no agota, este importante debate.

8 Humberto Valverde, Oscar Collazos, Gilberto Vieira, Ricardo Sánchez, Colombia, tres vías a la Revolución, Bogotá, Círculo Rojo, 1973.

9 «Entremos a los pueblos del brazo de los Zóticos», decía Mosquera, en referencia a un respetado personaje de Tona, Santander, que lo apoyó en su actividad política. Así lo recuerda Gabriel Fonnegra, periodista de Tribuna Roja: «Así no llegaran a ser militantes ni aliados, el respaldo de estos personajes, queridos y acatados en los pueblos, fue fundamental para el trabajo del MOIR y de Los Descalzos».

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«Colombia S.A. Cuentos Proletarios», por Antonio García Nossa.

Compartimos una obra juvenil del connotado Antonio García Nossa, marcada por su temprano acercamiento a la atmósfera revolucionaria marxista. Estos cuentos, escritos hasta el año 1934, llevan el subtítulo de «cuentos proletarios», lo que ya anticipa lo que nos encontraremos en la lectura.

El procesado del libro tuvo algunos problemas, esencialmente por el tipo de escaneo; sin embargo, puede que en un futuro cercano, contando con más tiempo, mejore el tipo de PDF que ponemos a su disposición.

Créditos del escaneo a @Tomasga07 (Twitter).

Link para descargar el libro:

«Colombia S.A. Cuentos proletarios», por Antonio García Nossa (1934).

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«El acorazado Potemkin», por Francisco Fernández Buey.

Texto didáctico que el autor preparó para el colectivo Drac Màgic como presentación de la película de Sergei M. Eisenstein, una actividad cultural en la que solían participar estudiantes de bachillerato de aquellos años. Está fechado el 6 de diciembre de 1978, el día del referéndum constitucional. Debo a Francesc Xavier Pardo conocimiento de su existencia1.

I. En los primeros días de enero de 1905 se declaraban en huelga los obreros de las grandes fábricas Putilov de Petersburgo. Su motivación no difería gran cosa de tantas otras acciones obreras anteriores: protestar por el despido de cuatro compañeros, en este caso, además, muy probablemente afiliados a una asociación de trabajadores, propiciada por un sacerdote (el célebre cura Gapón) con fondos procedentes de la policía zarista. El origen de la protesta era, pues, oscuro o por lo menos paradójico. Pero, como suele ocurrir, a la protesta se unieron reivindicaciones más amplias, más generales. Entre ellas, la más universal para los trabajadores de la época: la jornada de ocho horas. Y, como siempre en la historia del movimiento obrero, también la exigencia de libertad.

Todavía durante ese mismo mes de enero una gran procesión organizada por el cura Gapón al objeto de invocar la justicia y la protección del zar frente a los despidos acabó en tragedia al disparar los soldados contra la multitud. Era el «domingo sangriento», un domingo en el que muchos ciudadanos rusos dejaron de creer en la bondad del autócrata para empezar a llamarle por su nombre: tirano. Así empezaba lo que conocemos como primera revolución rusa, la revolución de 1905-1906. Pocos meses después, en la primavera, y en un clima dominado ya por los intentos insurreccionales, nacían los primeros soviets de obreros. Y en mayo la espontaneidad revolucionaria de los marineros del Potemkin hizo verdad la sospecha de algunos militantes de los soviets según los cuales no todos los soldados estaban ya con el poder.

En efecto, entre el 14 y el 16 de mayo la flota rusa sufría un descalabro al enfrentarse con los japoneses ante la isla de Tushima, Como consecuencia de ello la tensión aumentó notablemente a bordo de las naves del mar Negro. Y en una de ellas, el acorazado Potemkin, la marinería rechazó la comida podrida que se les suministraba; en la protesta muere asesinado un marinero bolchevique y el motín toma cuerpo: el resto de los marineros crean un comité, arrojan al mar a los oficiales, se hacen con el control del barco y ponen proa al puerto de Odessa, donde ha estallado una huelga general. Allí dieron sepultura con grandes honores al marinero asesinado y conocieron la situación en las fábricas, en los talleres, en el campo. Unos días después el Potemkin se hacía a la mar de nuevo para enfrentarse a la flota del zar: cuando llega el momento del encuentro los otros barcos no disparan e incluso alguno de ellos se une a la rebelión. Con ello el entusiasmo crece. Pero también el drama: durante horas y horas el acorazado Potemkin surca los mares hasta que, por último, sin provisiones ya, la tripulación opta por entregarse a las autoridades rumanas.

II. Tal es la historia del Potemkin, sin duda la más popular de las hazañas revolucionarias en los años que siguieron a la victoria bolchevique en octubre de 1917. Pero ya en su momento, sin la mitificación y la punta de leyenda que dan el tiempo y la victoria, el acorazado Potemkin era el símbolo de la resistencia popular triunfante, el ejemplo que en 1906 ponían aquellos revolucionarios que querían mostrar al pueblo algo tan sustancial como que la resistencia era incluso posible en las fortalezas del enemigo, en el ejército, en las fuerzas armadas de la autocracia. Potemkin es, pues, el principio de la revolución.

Y pocas veces la imagen fílmica ha logrado una tan alta expresividad simbólica como en la descripción de estos hechos por S.M. Eisenstein. Sería inútil tratar de igualar con palabras pobres la expresión poética, por ejemplo, de los tres rapidísimos encuadres del león de Odessa montados con las andanadas del acorazado Potemkin. Allí está captado el despertar de la revolución. El otro grande de la cinematografía soviética, Pudovkin, ha comentado esos tres encuadres del león de piedra que duerme, abre los ojos y ruge (y que tantos homenajes ha cosechado luego en la historia del cine) de la siguiente forma: «La película pasa así del naturalismo que en cierto grado le era propia a una capacidad de representación libre, simbólica, independiente de los requisitos de una elemental probabilidad».

III. Y, efectivamente, en esos planos está todo lo que representó el Acorazado Potemkin desde el punto de vista del artista revolucionario que conoció el hecho de cerca. Si a ello se quiere añadir las palabras pobres, esto es, una consideración menos épica y optimista, más distanciada por la complicación que la historia nos ha ido proporcionando luego, habría que tener en cuenta que entre los hechos de 1905 y la victoria de octubre median doce años durante los cuales lo herederos de la hazaña del Potemkin tuvieron que sufrir cotidianamente, desesperarse a veces para volver a acoger en su corazón la esperanza. En este sentido tal vez se pueda añadir a la imagen del león esta otra: la de un viejo cuarto de una triste pensión de Ginebra donde el cura Gapón (el misterio de la revolución de 1905), el marinero Matishensko (uno de los líderes del Potemkin) y V. I. Lenin (el futuro conductor de Octubre) discuten acaloradamente sobre el papel del campesinado en la revolución rusa. Una imagen, ésta, de la complicación, de la «impureza», como solía decir el propio Lenin, de los acontecimientos históricos grandes. Y así ocurrió, efectivamente. Lo cuenta Nadezhda Krúpkskaya.

Esto es: épica como nos lo muestra Eisenstein y lo teoriza Pudovkin; misteriosamente cotidiano, como lo pinta Krúpskaya. Pero no necesariamente confuso, como tiende a hacernos creer Makavejev en estos tiempos de escepticismo.

  1. Tomado de: https://espai-marx.net/?p=12778 ↩︎

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Ernest Mandel, una introducción para la juventud

Pepe Gutiérrez-Álvarez1

Estamos en un nuevo comienzo, de ahí la importancia de la memoria revolucionaria, de una perspectiva que separa el trigo de la paja. Ernest Mandel era más que trigo, era un granero.

Recuerdo que al final del acto que se efectuó allá en septiembre de 1995 en el Ateneo de Barcelona con ocasión del fallecimiento de Ernest Mandel, después de que interviniéramos Miren Etxezarreta, Jaime Pastor y yo mismo, hubo una ronda de palabras bastante curiosa. Una detrás de otro, diversos representantes del trotskismo “auténtico” más otro que glosó el pensamiento insuperable de amadeo Bordita, fueron desgranando los “errores” del autor de El capitalismo tardío, cada uno de ellos con una seguridad pasmosa. Todos tenían un Ernest Mandel reducido a su medida y en las que creían como si el pensamiento y la historia fuesen una cuestión de peso y de buenas balanzas. Fueron tantos que desde la mesa decidimos espontáneamente hablar de otros termas que habían aparecido. Han transcurrido casi dos décadas y la vida y la obra de Ernest Mandel (Fráncfort del Meno, Alemania, 5 de abril de 1923 – Bruselas, 20 de julio de 1995) sigue siendo indispensable, leída y estudiada en muchas partes mientras que el olvido se ha llevado a aquellos que habían encontrado un ABC desde el cual tener su propio eureka, su pensamiento correcto que no necesitaba de la investigación, del estudio ni de las confrontación con la realidad.

Para la mayoría, Mandel era un camarada asequible, alguien que venía a nuestros congresos, hacía sus colas, discutía con quien se terciara, que trataba de responder a interpelaciones, uno más que se olvidó de las luchas sectarias y que realizó un enorme esfuerzo por poner el marxismo al día. Que creó una obra teórica sin apenas parangón, que resulta difícil de encontrar a la sombra del comunismo oficial y que, para encontrar algo parecido en la Rusia sovíetica, había que remontarse a los años treinta. Mandel era un militante que trabajaba de profesor, que cumplía con un militante de base, viajaba allá donde le llamaran y, además, escribía densos textos internos para la Internacional que nos abrumaban porque antes de acabarlos, ya tenía a la mano otro.

Desde finales de la II Guerra Mundial hasta su fallecimiento, Mandel representó ese cierto trotskismo que nos describe Daniel Bensaïd, firme en sus imperativos, pero extraordinariamente abierto a las nuevas exigencias y realidades, y a ello dedicó un esfuerzo infrahumano, una dedicación que era al mismo tiempo militante, dirigente y de una gran pasión teórica, sobre todo como economista, con aportaciones que fueron muy apreciadas por todas las izquierdas críticas, y por personajes como Ernesto “Che” Guevara.

Según evoca el propio Ernest en una entrevista con Tariq Ali, antes hubo un padre militante de primer orden, Henri Mandel, a cuya memoria dedicará su primera gran obra, el Tratado de economía marxista. Destaca en su padre, su «espíritu intrépido, corazón generoso, que me inició en la doctrina de Marx y me enseñó a combatir la explotación y la opresión en todas sus formas para que todos los hombres puedan ser hermanos». En los años cincuenta, antes de destacar como el representante más reconocido del trotskismo dentro de lo que se llamó entonces la «nueva izquierda», Mandel había vivido la aventura militante en el abismo de la ocupación nazi como miembro activo de la Resistencia belga, escapó de un campo de concentración y trabajó desde la clandestinidad para reconstruir la red desarticulada de la IV Internacional, en la que aparecería como vértice del secretariado unificado al lado de Pierre Frank y de Livio Maitan (quien, por cierto, vivió también sus inicios como activista de la Resistencia italiana en su ciudad natal, Venecia donde representó el comunismo crítico).

Mandel hizo méritos sobrados para ser considerado un «agitador peligroso» por las autoridades de muchos países en los que participó, a veces directamente, en toda clase de agitaciones y controversias sobre los temas más variados, hablando por igual en los círculos académicos que con los obreros o los jóvenes de una barriada, siempre con una capacidad impresionante tanto para evocar las aportaciones de la tradición como para avanzar reflexiones y propuestas sobre las cuestiones más candentes, por ejemplo el último curso de tardocapitalismo o el último debate en tal partido comunista, o de las tesis de tal o cual teórico.

En 1964 fue expulsado del Partido Socialista belga por trotskista, después de lo cual siguió siendo uno de los portavoces de la sección. Aunque menos conocidos, una parte de sus escritos como animador de la revista La Brèche tratan de las exigencias políticas de su país adoptivo, y escribió sobre la política nacional; fue expulsado de Francia a raíz de su participación en los inicios del Mayo del 68, un acontecimiento que había previsto en no poca medida, y sobre el cual escribió abundantemente (la revista Acción Comunista publicó ese mismo año su primera aproximación); también fue expulsado de las dos Alemania, en la Oriental como amigo de los disidentes, y en la Occidental (en 1973) por ser uno de los inspiradores de la izquierda extraparlamentaria. Viajó constantemente invitado por las secciones de la Cuarta (se le conocía públicamente en Estados Unidos, México o España), y también era invitado por corrientes discrepantes de los partidos comunistas o socialistas y por las universidades, dictando conferencias sobre los temas más diversos en jornadas en las que, como era habitual en Euzkadi, Mandel sorprendía con su despliegue de erudición y capacidad polémica.

Como dirigente de la internacional, estuvo muy presente en los orígenes de la constitución de la LCR y en el proceso que llevó a ETA VI Asamblea hacia el trotskismo. Su obra marcó, desde la segunda mitad de los años sesenta, la lectura de la nueva generación de izquierdistas razonables, y fue un instrumento tanto para universitarios como para obreros que querían tener un mapa de la evolución del capitalismo y de sus ramas industriales, o para las discusiones sobre cómo construir un partido en unas condiciones objetivas adversas, cuando la mayoría obrera no ve horizonte más allá de la izquierda tradicional. Esta presencia también resultó muy significativa en la Portugal de la Revolución de los Claveles, en la que la Cuarta apostó por los sectores políticos y militares opuestos a la «normalización» socialdemócrata. Aquí, en la editorial Fontamara –las más “trotska” de todas- sobre todo, se publicó buena parte de sus obras, alguna de las cuales, como Crítica del eurocomunismo (1978, tr. de Emili Olcina), fue presentada en un acto multitudinario en el paraninfo de la Universidad de Barcelona con la intervención, entre otros, de José María Vidal Villa que luego se reía de la anécdota en un encuentro que tuvimos poco antes de su muerte.

Las obras de Mandel alcanzaron en castellano una difusión muy amplia en los años sesenta y setenta, y remitió en los años ochenta, coincidiendo con sus últimas aportaciones, como Meurtres exquis, una «historia social de la novela policíaca», Où va l’URSS de Gorbatchev (ambas en La Brèche, París), The Meaning of the Second World War y Revolutionary Marxism Today (Verso Books, Londres).

En 1962 apareció su primera gran aportación, que marca un antes y un después en la teoría económica marxista en relación a los cambios operados en la segunda posguerra con el llamado «neocapitalismo», el Tratado de economía marxista (ERA, México, 1969, tr. de Francisco Díez del Corral, de la que existe también una temprana edición cubana que en París se podía encontrar en la Librería Ebro, del PCE), que fue subtitulado deliberadamente Un intento de explicación. Este enorme trabajo supone en buena medida una crítica al libro de los importantes economistas marxistas norteamericanos Paul Baran y Paul M. Sweezy El capitalismo monopolista, tuvo una amplia difusión en numerosas lenguas y ejerció gran influencia en una parte nada despreciable de la nueva generación de economistas marxistas críticos.

Una ampliación del Tratado son sus Ensayos sobre el neocapitalismo (ERA, México, 1971), que comprende dos anexos que ilustran sobre las repercusiones de la obra de Mandel en Estados Unidos, uno de David Horowitz («A favor de una teoría neomarxista») y otro de Martin Nicolas («La contradicción universal»); la editorial ERA también publicó La teoría leninista de la organización (1971, tr. de Ricardo Hernández González). Otra prolongación mandeliana del debate sobre el «siglo norteamericano» se encuentra en una obra escrita a modo de controversia contra un best-seller del famoso periodista francés Jean Servan-Schreiber, El desafío norteamericano. Se trata de Proceso al desafío norteamericano (Nova Terra, 1970, tr. de Mariangels Mercader y Pere Margenat), y que fue la primera obra de Mandel publicada en España, y la primera lectura de su obra para muchos de nosotros y obras importantes para comprender el papel de los EEUU después de la Primera Guerra Mundial.

Entre 1963 y 1965 tiene lugar en Cuba —o, para ser más precisos, en torno a los problemas que plantea la construcción del socialismo en Cuba— un debate teórico en el cual se enfrentan diversas concepciones acerca de los métodos y las formas de dirección y gestión de la economía socialista, y en cual Mandel toma partido por Ernesto «Che» Guevara, a la sazón ministro de Industria de Cuba. Otros dirigentes cubanos toman también parte directa en la polémica: Alberto Mora, ministro de Comercio Exterior; Luis Álvarez Rom, ministro de Hacienda; Marcelo Fernández Font, presidente del Banco Nacional de Cuba, y algunos otros. En contra de Mandel se pronunció Charles Betelheim, posteriormente uno de los teóricos europeos del maoísmo, en favor del cual trató de ofrecer una teorización sobre la naturaleza del Estado soviético y del estalinismo y en oposición al trotskismo, hasta que la crisis china que provocó la caída de la llamada «banda de los cuatro», y la consiguiente desacralización de Mao, le llevó a rectificar drásticamente sus anteriores posiciones.

Antaño, Betelheim había sido el autor de un vigoroso estudio sobre La economía alemana bajo el nazismo (2 vols., Fundamentos, Madrid, 1972, tr. de Ignacio Romero de Solís), por el que en 1945 fue tachado de «trotskista» en Francia. La edición de los principales documentos se encuentra en El debate cubano (sobre el funcionamiento de la ley del valor en el socialismo) (Laia, 1974, con un prólogo de José María Vidal Villa), y comprendía dos trabajos de Mandel, «El gran debate económico» y «Las categorías mercantiles en el período de transición», este último publicado en Cuba en la revista Nuestra Industria. Revista Económica (1964). Por su parte, Fontamara dio a conocer la ya citada Crítica del eurocomunismo; La crisis (un análisis de la crisis económica a finales de los años setenta imprescindible para las precondiciones del triunfal-capitalismo neoliberal); De la burocracia (todo un tratado sobre los orígenes, las razones y el significado de esta casta social), Debate sobre la URSS (con Denis Berger); El pensamiento de León Trotsky (1979, tr. de Agustín Maraver, Asequible en la Web de Revolta global); Sobre la historia del movimiento obrero (tr. de Emili Olcina), que abarca estudios sobre la Commune de París, la I Internacional y Rosa Luxemburgo (el texto que sirvió de introducción a la edición de Anagrama de 1976 de El folleto Junius, titulado también La crisis de la socialdemocracia, con prólogo de Clara Zetkin); 30 preguntas y 30 respuestas en torno a la nueva «Historia del PCUS», sobre la historia oficial estalinista; varios trabajos sobre Trotsky y unos textos sobre la (IV) Internacional…

Este grueso volumen tenía en principio que ser complementado por otros dos aparecidos en Los estudiantes, los intelectuales y la lucha de clases, con una introducción de Michel Lequenne, publicado en La Brèche, París, 1979, que recoge textos sobre estas cuestiones entre 1968 y 1975); y La larga marcha de la revolución (Galilée, 1976, con un concienzudo prólogo de Jean-Marie Vincent), que reúne reflexiones de Mandel desde la inmediata posguerra hasta el IX Congreso de la IV Internacional, con un amplio apartado sobre el maoísmo y la «revolución cultural» china. ERA editó sus dos obras más importantes, el Tratado y El capitalismo tardío (México, 1979, tr. de Manuel Aguilar Mora), que constituye —como ha subrayado Perry Anderson— el primer análisis sobre el desarrollo global teórico del desarrollo del modo de producción capitalista ulterior a la II Guerra Mundial en el marco de las categorías marxistas clásicas; aparte de la ya citada Control obrero, consejos obreros, autogestión.

Habría que añadir otros trabajos de investigación y de difusión del marxismo, cabe anotar La formation de la pensée économique de Karl Marx (Masperó, París, 1967, traducida por Siglo XXI de México), que analiza el proceso evolutivo del pensamiento de Marx, abarcando los siguientes aspectos: De la crítica de la propiedad privada a la crítica del capitalismo; de la condenación del capitalismo a la justificación socioeconómica del comunismo; del rechazo a la aceptación de la teoría del valor-trabajo; un primer análisis de conjunto del modo de producción capitalista; el problema de las crisis periódicas; de los Manuscritos de 1844 a los Grundrisse; de una concepción antropológica a una concepción histórica de la alienación; desalineación progresiva por la construcción de la sociedad socialista, o bien la alineación inevitable en la «sociedad industrial». Asimismo, cabe citar Iniciación a la economía marxista, El lugar del marxismo en la historia y El capital: cien años de controversia en torno a la obra de Karl Marx (Siglo XXI, México). Mandel también figura entre los autores (con Rodolsky, Naville, Amin, Lefebvre, etc.) de Leyendo «El capital» (Fundamentos, Madrid, 1972, tr. de Ignacio Romero de Solís).

Anagrama que en los setenta fue la editorial “gauchiste” más activa, incluyó en su colección Cuadernos los siguientes títulos: Una introducción al marxismo (1976, tr. de Àngels Mártinez Castells); Problemas básicos de la transición del capitalismo al socialismo (con George Novack); La teoría marxista del Estado; Capital financiero y petrodólares: acerca de la última fase del capitalismo (con S. Jaber; se puede encontrar una reedición parcial en Debate sobre Norteamérica, publicado en 1972); ¿Adónde va América? (con Martin Nicolaus), con un prólogo de Miquel Barceló… Todavía se pueden encontrar otras aportaciones suyas en la diatriba Contra Althusser (Madrágora, 1975, tr. de Josep Sarret Grau y prólogo de Manuel Cruz), con textos de Vincent, Bensaïd, Brossat, Avenas, etc.; Dos pasos adelante, dos pasos atrás (El Viejo Topo, Barcelona, 1979, tr. de Josep Sarret Grau), en debate con las posiciones mayoritarias del PCF (Marchais) y con las ambiguas de Althusser, con la «Unión de las Izquierdas» como fondo.

Una buena aproximación a las ideas de Mandel se condensan en Marxismo abierto (Crítica, Barcelona, 1982, tr. de Gustau Muñoz), subtitulado Una conversación sobre dogmas, ortodoxia y la herejía de la realidad, fruto del diálogo entre Mandel y Johannes Agnolis, de la Universidad Libre de Berlín Occidental. Tras descartar que el marxismo esté en crisis. Mandel examina críticamente los países socialistas y el movimiento obrero occidental; discute cómo abordar el tema del Estado y valora la toma de conciencia ecológica. El debate discurre también en torno a cómo manejar democráticamente la complejidad de la economía moderna y cómo entender la democracia, lo cual le lleva a preguntarse por el papel de los partidos políticos y por la «centralidad» que el marxismo ha atribuido siempre a la clase obrera como sujeto revolucionario. Siglo XXI publicó Las o¬ndas largas del desarrollo capitalista (México, 1986). Lo último que yo sepa que se ha publicado de Ernest, ha sido Escritos de Ernest Mandel. El lugar del marxismo en la historia y otros textos, en una cuidada edición a cargo de Miguel Romero aparecida en Libros de la Catarata.

Sobre su vida y su obra editó Revolta Global un doble DVD cuyo final en tan sencillo como impresionante. Al acabar una de sus última conferencias, ya de vuelta, y en tanto bajaba unas escaleras con el paso inconfundible de una persona mayor, Ernest se vuelve ante una voz que le pregunta: “Señor Mandel, ¿usted no tienen ninguna duda?”. Claro que sí, les responde. La duda es un principio fundamental de toda ciencia, todo debe ser cuestionado. Pero hay algo que está más allá de la duda. Es el compromiso con los explotados y oprimidos. Eso es –como diría Kant- un imperativo moral categórico. Ahí no cabía la duda.

En sendos artículos relativamente recientes me he referido a la historia perdida de algunas corrientes derivadas del vasto y complejo legado de León Trotsky. En uno dedicado a Ken Loach, me refería a las relaciones que éste mantuvo con el grupo liderado por Gerry Healy, el más influyente en Gran Bretaña en los años sesenta-setenta para dedicar alguna atención a su variante hispana que trató de sacar beneficio de su militante con mayor prestigio, la actriz Vanesa Redgrave. En otro, trataba del caso de Michal Raptis, más conocido como Michael Pablo, cuyas “desviaciones” dieron lugar al concepto “pablista”, y que durante años fue considerada como la mayor “revisión” del trotskismo por las diversas fracciones separadas de la IV Internacional a principios de los años cincuenta…

Obviamente, una patología que actualmente resultara poco menos que incomprensible para los más jóvenes y suerte que tienen. Lo pensaba mientras hablaba con un antiguo camarada al que recordaba hablando de pablismo con un tono que hoy le invitaba a la risa y por el que me invitaba a la benevolencia. Actualmente es un reputadísimo africanista y trata de explicar aquello como un desvarío juvenil propio de una época en la que las ideas parecían invencibles y que únicamente se trataba de aprender cuales eran las correctas. Cierto que todavía quedan místicos, pero su lugar en los movimientos es meramente testimonial.

  1. Texto tomado de: Anticapitalistas ↩︎

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«¡Salud y revolución social! PSR 1926-1930», por César Gualdrón (2023).

Compartimos en PDF el libro «¡Salud y revolución social! Presencia, bolchevización o proyecto del Partido Socialista Revolucionario de Colombia. 1926-1930» (2023), por el profesor César Gualdrón.

En vísperas del centenario de la fundación del PSR, y de las próximas efemérides del Partido Comunista de Colombia (sección de la Internacional Comunista), este libro constituye un material destacado para auscultar el estado actual de las investigaciones sobre el PSR y, a su vez, contribuir al debate sobre su táctica, estrategia, estructura, línea ideológica y sus referentes.

Liberado, digitalizado y compartido en PDF para su divulgación y estudio. Puede descargarse aquí:

«¡Salud y revolución social! Presencia, bolchevización o proyecto del Partido Socialista Revolucionario de Colombia. 1926-1930», César Gualdrón (2023).

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